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Ciclo de Lied | Teatro La Zarzuela
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Despedidas a la rusa

El recital de inauguración del XXVIII Ciclo de Lied en el Teatro de la Zarzuela, protagonizado por Ekaterina Semenchuk y Semión Skiguin, resulta en conjunto muy decepcionante

La mezzosoprano bielorrusa Ekaterina Semenchuk.
La mezzosoprano bielorrusa Ekaterina Semenchuk.RAFA MARTIN
Luis Gago

Nadie que haya estado en San Petersburgo habrá sentido el deseo de abandonar la ciudad y es imposible despedirse de ella sin dolor. Marta Rebón, que la conoce muy bien, la ha definido como “la metrópoli que el zar Pedro I erigió hace algo más de tres siglos en una marisma inhóspita junto al mar para poner coto al dominio de los suecos y abrir de par en par las ventanas de Rusia a la ciencia, la cultura y la moda de Europa”. Allí, en un internado para nobles de “la ciudad más premeditada del mundo”, se formó Mijaíl Glinka. En otra elitista escuela de la ciudad estudiaría años después Modest Músorgski, que moriría destruido por el alcohol en “la ciudad líquida” a los 42 años.

En su historia de la música rusa, Yuri Keldish se refiere a Glinka como “la frontera entre el pasado y el futuro de la música rusa”, lo que está en consonancia con el modo en que Nikolái Gógol saludó el estreno de Una vida por el zar, la primera ópera nacional rusa y la primera en asentarse en el repertorio internacional: “Un maravilloso comienzo”. Este estatus de padre fundador contrasta fuertemente con una vida banal y anodina, muy diferente a su vez de la biografía torturada e intensa de Modest Músorgski. Podría decirse que a uno y otro compositor les separa, simbólicamente, el mismo abismo que se abre entre Una vida por el zar y Borís Godunov. Hasta Chaikovski, admirador incondicional de Glinka, no encontraba explicación a esa suerte de divorcio entre vida y obra o a esa súbita irrupción de talento. Así lo dejó registrado en su diario en 1888: “Glinka. Un fenómeno asombroso y sin precedentes en el ámbito del arte. Un diletante que tocaba un poco el violín y el piano; tras haber compuesto cuadrillas absolutamente insípidas, fantasías sobre melodías populares italianas, tras haber probado también formas musicales serias (cuarteto, sexteto) y canciones, pero sin haber escrito nada excepto banalidades siguiendo el gusto de los años treinta, de repente, a sus 34 años, crea una ópera que, por su genio, empuje, originalidad y técnica irreprochable, se sitúa a la altura de lo más grande y profundo del arte musical. (...) ¿Cómo pudo Glinka, que había sido durante años un diletante insípido, situarse de repente, con una sola obra, al lado mismo (¡sí, al lado mismo!) de Mozart, Beethoven y cualquier otro que se quiera? (...) Desde entonces han pasado casi 50 años; se han compuesto muchas obras sinfónicas; puede decirse que existe una auténtica escuela sinfónica rusa. ¿Y bien? Todo se encuentra en Kamárinskaya, del mismo modo que todo el roble se halla en la bellota. Y los compositores rusos beberán de esta rica fuente durante mucho tiempo, porque se necesitarán mucho tiempo y mucha fuerza para agotar toda su riqueza. ¡Sí! ¡Glinka es un auténtico genio creativo!”.

Es tan infrecuente escuchar música de Glinka que conviene recordar cómo fue visto por sus compatriotas. La mezzosoprano bielorrusa Ekaterina Semenchuk ―formada, cómo no, en San Petersburgo― es bien conocida en Madrid por su reciente participación en varias óperas verdianas (Aida, Il trovatore y Don Carlo) en el Teatro Real. La pandemia nos privó de la Dalila que iba a haber cantado la pasada temporada para la ABAO y ha tenido el acierto de traer, por primera vez en las 28 temporadas del Ciclo de Lied, la colección de canciones de Glinka Una despedida de San Petersburgo, cuatro años posterior al estreno de Una vida por el zar. El título revela el deseo del compositor de abandonar San Petersburgo y su biógrafo David Brown ha escrito que no hay nada en estas doce canciones que muestre al mejor Glinka, pero tampoco nada que revele al peor. En algunas de ellas, fueron los textos de Nestor Kukolnik los que se adaptaron a músicas preexistentes (Glinka confiesa en su autobiografía que ya tenía algunas melodías “en el cajón”), y no viceversa. Para conectar vida y obra, la pieza que cierra la colección, Canción de despedida, se interpretó casi con seguridad en la fiesta que dieron sus amigos al compositor antes de que dejara durante un tiempo San Petersburgo.

Semión Skiguin y Ekaterina Semenchuk, que prodigó aparatosas gesticulaciones durante su recital.
Semión Skiguin y Ekaterina Semenchuk, que prodigó aparatosas gesticulaciones durante su recital.RAFA MARTIN

Lo cierto es que, superado el interés inicial por escuchar unas canciones virtualmente desconocidas por todos, su audición no deja demasiadas ganas de repetir la experiencia. Deudoras en gran medida de los estilos occidentales (Bellini, Schumann o incluso el Schubert más amable se adivinan entre las posibles influencias), tan solo la más famosa, La alondra, tiene algo parecido a lo que podríamos emparentar con el carácter ruso. El resto es un extraño popurrí en el que se mezclan las referencias a España (Fantasía), el descriptivismo (las rápidas notas repetidas de la Canción de viaje, escrita en forma de rondó y que parece imitar el bullicio de los viajeros o incluso el traqueteo del tren), las danzas más imaginadas que reales (la tercera canción, Bolero, suena más parecida a una polonesa), el melodismo leve y sin complicaciones (Barcarola, Canción de cuna y Cavatina) o los presagios operísticos de Chaikovski (A Molly).

Una partitura encima del piano, consultada antes de abordar cada una de las canciones, pareció reveladora de una familiaridad aún escasa de Semenchuk con la colección ―que no ciclo― de Glinka. Poseedora de una voz de enorme calidad, de timbre homogéneo y atractivo en todos los registros, Semenchuk tiende a infrautilizar sus posibilidades con un canto casi siempre muy contenido, aséptico, un tanto frío, parco en contrastes aunque generoso en libertades, lo que dificulta no poco la labor del acompañante. Abundaron los desajustes, muy evidentes en el unísono al comienzo de la Canción de viaje o en el cambio al compás ternario en la Cavatina, e incluso la traducción casi opuesta de indicaciones idénticas (las notas marcadas staccato, a modo de pregunta y respuesta entre voz y piano, de la Canción de despedida, en la que se obviaron, como es natural, las partes para tenor y dos bajos). También sorprendieron decisiones que se dirían contrarias a la lógica poética y musical, como cuando la última frase de A Molly (“más fuerte que el trueno proclaman los cielos”) fue cantada suave y delicadamente, no “con forza”, como indica la partitura.

En un ciclo en el que es habitual escuchar a grandes pianistas, llamó negativamente la atención la muy deficiente actuación de Semión Skiguin, de sonido ramplón, fraseo exento de toda sutileza o refinamiento y, sobre todo, nula capacidad para inspirar a Semenchuk a fin de sacarla de su zona de confort. Pero se trata claramente de una elección personal, pues debutó también con él en este teatro hace tres años. Cuando ha cantado con grandes directores en los mejores teatros de ópera del mundo, la cantante bielorrusa ha transmitido una imagen muy diferente de la que ofreció el lunes en el Teatro de la Zarzuela. Musicalidad, técnica y talento natural no le faltan, pero necesita claramente ser dirigida o guiada, desde el podio o desde el piano, y Skiguin no cumple ese papel. Casi podría decirse otro tanto de la gesticulación ampulosa y afectada, cuando no abiertamente ridícula, con la que Semenchuk acompaña su interpretación. Parecen ademanes más propios de divas de otro tiempo, que a buen seguro serían también corregidos por un director de escena sensato, como hemos podido comprobar en varias ocasiones en el Teatro Real.

Ekaterina Semenchuk y Semión Skiguin saludan al final de su recital en el Teatro de la Zarzuela.
Ekaterina Semenchuk y Semión Skiguin saludan al final de su recital en el Teatro de la Zarzuela.RAFA MARTIN

Por si pudieran caber dudas de que Semión Skiguin no era un gran pianista, las sospechas quedaron confirmadas cuando tocó en solitario dos piezas breves que no estaban anunciadas en el programa tras la breve pausa que separó ambas partes del concierto: Abril (de Las estaciones de Chaikovski) y Margaritas de Rajmáninov. Fueron dos versiones intrascendentes y fácilmente olvidables. Quien pensara que Semenchuk echaría el resto en las tremendas Canciones y danzas de la muerte de Músorgski vio enseguida frustradas sus expectativas. Pianista y cantante parecían seguir cantando Glinka, salvo que nada tienen casi en común una y otra colección. El piano puramente ornamental de Una despedida de San Petersburgo se convierte en Músorgski en un instrumento elocuente, complejo, amenazante, que reclama medirse con la voz de igual a igual: apurando el símil, es la encarnación de la muerte misma del título. Y la parte vocal es también más compleja, más rica en matices, más teatral, más polisémica, con varias personas poéticas claramente diferenciadas, a la manera de las baladas occidentales en que se inspiran los versos de Kutúzov. Pero Semenchuk siguió infrautilizando sus recursos, cómodamente instalada en un canto siempre musical, pero abusando de la media voz y ―también aquí― con gestos artificiosos (el más anticlimático, al final de la Serenata) que invitaban casi a mirar hacia otro lado. Los tremolandi iniciales del piano fueron inaudibles en Trepak y las posteriores escalas cromáticas descendentes en fusas no tuvieron tampoco ninguna entidad. Nada amedrentó, como debería suceder, en la última canción del ciclo, El mariscal de campo, que se abrió con un fortissimo que no tuvo nada de superlativo y sin noticias del tono bélico (“alla guerra”) que reclama Músorgski al comienzo de la partitura o de la requerida gravedad marcial de la sección central.

Las tres propinas se sucedieron después de extraños cuchicheos entre cantante y pianista a la vista de todos sobre el escenario, donde se comportaron más como estudiantes novatos que como artistas experimentados: Gopak de Músorgski, la Habanera de Carmen y la Sérénade espagnole, ambas de Bizet. En las tres, y sobre todo en la segunda, parafraseando a David Brown, no hubo nada que nos recordara a la mejor Semenchuk, aunque sí varios detalles que revelaron algunas de sus querencias más desafortunadas. También aquí todas las conclusiones anteriores se vieron confirmadas: Semión Skiguin no da la talla en un ciclo por el que han pasado los mejores pianistas acompañantes de las últimas décadas y a Ekaterina Semenchuk le sobran mimbres para cantar en él, pero necesita de buenos consejeros que encaucen su talento en la dirección correcta. Un recital dominado por las despedidas (las amables y poéticas de Glinka, y las tanáticas y lóbregas de Músorgski) acabó siendo un concierto marcado por las carencias, o las ausencias.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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