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“De pequeño creía que cada país tenía un Duvalier”

El escritor exiliado Dany Laferrière lamenta que no haya un García Márquez para contar la odisea que vive Haití

El escritor haitiano Dany Laferriere, fotografiado en París este sábado.
El escritor haitiano Dany Laferriere, fotografiado en París este sábado.Bruno arbesú
Berna González Harbour

Forges nos ordenó que no olvidáramos Haití y la realidad se ha empeñado en recordarnos lo que el maestro escribió en pequeñito en tantas viñetas memorables. Más allá de aquel mortífero terremoto de 2010, otros dramas recientes como un nuevo seísmo, el asesinato del presidente por mercenarios y la persecución a caballo que estos días hemos visto en Texas a familias de inmigrantes sacude de nuevo la conciencia ante un país que parece condenado a no levantar cabeza. Pero Haití es también un lugar con mucho que ofrecer, un país donde a pesar de estar en la ruta de los ciclones, sobre fallas sísmicas y con problemas estructurales inmensos, “en la vida real nada ha impedido a la gente bailar, reír y construir una vida muy confortable”. Lo cuenta Dany Laferrière (Puerto Príncipe, 1953), un escritor haitiano que sufrió tres exilios y que hoy vive entre Canadá, su país de acogida, y Francia, donde es académico. Acaba de publicar en España El grito de los pájaros locos (Pepitas), la historia de una noche loca, la noche de su exilio repentino.

Pregunta. Su padre se tuvo que exiliar de la dictadura de Papa Doc. Y usted, de la de Baby Doc. ¿Se siente aún un exiliado?

Respuesta. Cuando mi padre tuvo que salir de Haití y siguió militando desde el extranjero era habitual que el régimen tomara como rehenes a los hijos. Por eso mi madre me mandó a los cinco años a vivir con mi abuela fuera de Puerto Príncipe. Yo no lo viví como un exilio porque pasé una infancia feliz, pero el exilio fue para ella, que se privó de mí. A los 23 años mi propia madre tuvo un soplo y tuve que huir de la noche a la mañana de allí. Yo fui feliz en Montreal, pero mi madre sufrió nuestros exilios. Y eso es lo más doloroso. Los se quedan atrás, privados del ser que aman.

P. ¿Escribir le ha servido para superar lo que ocurrió?

R. Yo soy un producto de la dictadura, estaba dentro de ella y de pequeño creía que todos los países tenían un Duvalier. Es más, creía que todos los presidentes del mundo se llamaban Duvalier. Mi padre había tenido el suyo. Yo el mío… Por tanto mi libro no intenta arreglar un problema personal, sino retratar a mi generación.

P. ¿Haití está condenado? ¿Tiene solución?

R. Los pueblos no son problemas que busquen solución. Hay una riqueza a pesar de todo. Hay un mundo vibrante. Conozco a montón de lectores y personas en todo el mundo que habrían querido vivir en un espacio tan vibrante como el que narro en mi libro. Por supuesto nadie quiere una dictadura, pero describo una noche, mi última noche, en la que no nos aburrimos. El joven protagonista debe huir y lamenta la situación, claro que sí, pero también piensa en el jazz, está enamorado, va al teatro a ver Antígona traducido al creole. Evidentemente no pasa la noche esnifando cocaína en plan baudelairiano en los baños de las discotecas como los jóvenes de su edad en Norteamérica y Europa. Está atrapado en un asunto candente, convulsivo. Y eso es también Haití.

P. ¿Qué y quién ha hecho más daño a Haití? ¿La naturaleza? ¿Las potencias?

R. Toda mi literatura se niega a responder a esta pregunta. No soy un manitas ni un mecánico. No voy a analizar la máquina para averiguar qué está mal, no soy ese tipo de escritor. Me he pasado toda la vida viendo que se trata mal a los haitianos de forma individual y colectiva. En Haití y en el exterior. Por eso me impresionan esas personas que, a pesar de todo, logran tener una vida rica en emoción, en sentimientos. Una vida intelectualmente rica. Esa gran elegancia de las relaciones humanas en Haití, pese a la violencia endémica y las catástrofes. Estados Unidos ocupó Haití desde 1915 a 1934 y sabemos bien de lo que son capaces. A veces sucede en público, frente a las cámaras, como ha ocurrido esta vez, pero pensemos en los que se está haciendo contra los haitianos en todo el mundo sin cámaras. No obstante, los que asistimos a la gran epopeya haitiana sabemos que lo lograrán superar. En dos semanas nadie hablará de estas imágenes de Texas, como nadie habla ya del terremoto, del asesinato del presidente o lo que sea. Todo lo que queda es el espectáculo en televisión, y el espectáculo siempre es fugaz. Pero los haitianos quieren energía, no lágrimas. Ofrezcan energía, si es posible. Porque cuando el problema se olvide, ellos siempre estarán ahí, enfrentados a él.

P. Menciona a esos policías a caballo persiguiendo a sus compatriotas en Texas. ¿Qué le dice esa imagen?

R. Más allá de esas imágenes que nos retrotraen a la esclavitud, más allá de esa ropa folclórica que parece de la Pampa, hay 10.000 personas ahí que necesitan alimentarse, que solo se estaban bañando, un acto natural magnífico, íntimo, en el que los niños sonreían… y es inadmisible interrumpir un acto tan natural. Deberíamos tener al menos el derecho a bañarnos sin ser enmerdados por un Estado que tiene la brutalidad de impedir que la gente se refresque en el agua. Y lo que siento es que no haya un gran periodista ahí para narrar esa odisea, esa gran trashumancia humana, parecida a un movimiento bíblico. Si esas personas hubieran sido franceses, españoles o ingleses lo habríamos narrado al detalle, pero esa trashumancia ha sucedido sin que la veamos. Hay que encontrar un García Márquez o un Alejo Carpentier que lo cuente. Por eso solo tengo fe en la literatura, la escritura, la frase. Y la gran pena es que no haya allí un gran escritor o poeta para escribirlo.

Por nuestra parte, intentaremos obedecer a Forges.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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