El público aclama a Zahara al grito de “todas somos putas” en el concierto de la polémica en Toledo
La cantante defendió su propuesta en un recital emotivo y dijo haber recibido “un odio bestial”


“¡Todas somos putas!”, coreó la gente. Zahara lloraba en el escenario. También alguno del público. La cantante acababa de desahogarse con un discurso tras un mes de polémica, cuando se retiró el cartel de este recital, en Toledo, después de que algunas personas se sintieran ofendidas por la imagen de la cantante vestida de virgen, con un bebé en los brazos y una cinta sobre su pecho donde se leía “Puta”, título de su último disco. “Ojalá que esas personas que se indignaron tan profundamente porque pensaban que estaba llamando puta a la Virgen entendieran que esta foto es una denuncia. Es una denuncia por cómo se nos exige ser perfectas, por la presión que sentimos para ser madres, por cómo se espera de nosotras que seamos unas santas, y por todas y cada una de las veces que nos han llamado puta”, dijo la artista con la voz temblorosa por la emoción.
Sara, Yanina, Lucía, Adrián, Ana, Sergio… Todos llevaron durante el concierto la banda azul en el pecho con la palabra de la noche: “Puta”. A 10 euros las vendían en un puesto en un lateral del recinto. Se agotaron. Como volaron también los famosos carteles de la polémica, despachados en ese puestecillo, pero, sin embargo, ausentes en las inmediaciones del recinto y en los bares cercanos. Sí lucía uno en el exterior, que decía: “Magnífica novillada: Raúl Puebla y Cid de María”. Porque el recital se celebró en la plaza de toros de Toledo, aunque no “aparecieron matadores, sino putas”, señaló una de las presentes con amor propio y siguiendo el relato de la noche.
Antes del concierto los asistentes (1.000, casi lleno, todos con mascarillas y sentados; mayoría de mujeres) comentaban la controversia. Se explicaban con tranquilidad. “Creo que es ignorancia. Deberían escuchar el disco y saber de qué trata la historia”, apuntaba Rebeca González, de 28 años, sobre los que se sintieron agraviados. “La gente no entiende que se trata de arte. Yo les recomiendo, además, que escuchen con atención las letras”, aconsejaba Sara Rivera, de 39 años. En efecto, porque “puta” era como llamaban a Zahara en su colegio algunos de sus compañeros bravucones. Y porque se trata de un conjunto de canciones donde la artista habla desde las tripas, desde su condición de ser mujer en un ecosistema irrespirablemente machista. Maltrato, acoso, relaciones tóxicas, desequilibrios alimenticios… De eso trata Puta, algunas veces desde la experiencia de la cantante.

En su discurso de unos cinco minutos Zahara (Úbeda, 37 años) señaló que había “estado recibiendo un odio bestial”. “Que me ha hecho sentir muy insegura y bloqueada”, añadió. Uno de los indignados por la imagen fue el partido Vox. Daniel Arias, su presidente provincial en Toledo, escribió en la web del partido un artículo titulado La blasfemia de Zahara, donde dice: “Por lo menos la mitad de la recaudación del concierto de Zahara en Toledo debería donarlo a la Iglesia católica, ya que gracias a ella ha podido hacer un cartel irrespetuoso y ofensivo para miles de toledanos que profesamos esa fe, y así obtener la publicidad que por otros medios no consigue”. También se debatía en los aledaños sobre quién era el responsable de la retirada de la cartelería. La alcaldesa de la localidad, la socialista Milagros Tolón, señaló al promotor del espectáculo, y este calla. “Este es un lugar donde la iglesia tiene mucho poder”, especulaba Sara Rivera, una de las presentes.
El concierto transcurrió con esa emotividad casi siempre latente. Además de su desgarro personal en las letras, la andaluza ha virado su música hacia la electrónica. Concibe el recital con solo dos músicos, Martí Perarnau IV (a la izquierda de la cantante, rodeado de máquinas y cacharros) y Manuel Cabezalí (derecha, a los teclados, guitarra eléctrica y bajo). Todos vestidos de rojo construyen un muro sónico que en ocasiones llega al desenfreno.

La carga emocional de la noche logró minimizar algunos asuntos a mejorar. Uno de ellos es que el escenario se le hace grande al grupo. Zahara se empeña en pasar muchas fases del concierto al fondo de la tarima, produciéndose una sensación extraña con nadie al frente. Sería un recurso incluso original en una sala, pero en el inmenso escenario de la plaza de toros resultó, por momentos, desangelado. Hay fases en las que parece más una pinchada de un Perarnau siempre eufórico que un recital de Zahara, que al fondo se la ve picoteando instrumentos: batería, guitarra o teclados. Hay unos paneles en la parte de atrás con un juego de luces sugerente; el vídeo, sin embargo, está claramente infrautilizado.

Interpretó todas las canciones del último disco y recordó los anteriores con pieza como Crash, El deshielo, Guerra y Paz o La gracia. En la última media hora sí se empleó a fondo y resultó electrizante. Aquello se convirtió en una rave. Psicodélica, con un diluvio de luces parpadeantes y los graves impactando en el estómago. El público asistió al desmadre atornillado a sus sillas, realizando el ejercicio de contención más grande de su vida. Zarandeaban los brazos y deslizaban el trasero por la silla. Milagrosamente lograron no ponerse el pie. A todos se los veía felices, porque, además, sabían que cuando se acorrale al virus este mismo momento lo vivirán saltando, unos junto a otros, sudorosos. Zahara se acompañó para la fiesta final de dos bailarinas. Sonaron Merichane, Hoy la bestia cena en casa y Berlín U5.
Después de tanto frenesí, el concierto se cerró relajado, con la interpretación coplera de Dolores. Todos se fueron a casa mostrando orgullosos sus pósteres y sus bandas de “puta”.
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