“En España siempre un poquito peor”: clase de historia del XIX en el Museo del Prado
Un recorrido, entre el arte y la política, por las salas de la pinacoteca dedicadas al arte decimonónico, recién reordenadas, de la mano de José Álvarez Junco y Juan Pablo Fusi
Algunos siglos empiezan cuando les da la gana. El XIX español comenzó en realidad en 1808, con la Guerra de la Independencia. En eso coinciden los historiadores José Álvarez Junco (Viella, Lleida, 78 años) y Juan Pablo Fusi (San Sebastián, 75 años). Los citamos hace un par de sábados en el Prado para recorrer las 12 salas de arte decimonónico, cuyo discurso se ha renovado tras 12 años, y de paso hablar de cómo estos 275 cuadros, esculturas y miniaturas cuentan también lo que pasó en aquel tiempo y en aquel lugar, que tanto han ocupado a ambos, y en los que el museo, fundado en 1819, fue actor principal.
Álvarez Junco es autor del influyente ensayo Mater dolorosa (Taurus, 2001), sobre cómo en el XIX se construyó la idea de España y el “patriotismo étnico” devino “nacionalismo”, en parte, gracias a esa exitosa rebelión “contra el más poderoso ejército extranjero”. Fusi, por su parte, se doctoró con una tesis sobre Política obrera en el País Vasco, 1880-1923 (Turner, 1975), y desde entonces ha arrojado luz sobre el pasado con insólita sensibilidad artística, que plasmó en dos libros, firmados a medias con Francisco Calvo Serraller, crítico e historiador del arte y director de la pinacoteca en los noventa. El guía en este encuentro era Javier Barón, jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX en el Prado. También está de acuerdo: el recorrido que plantea arranca en Goya, con sus monumentales Dos y Tres de mayo… de 1808. Ante ambas obras maestras, de 1814, brota el diálogo.
Juan Pablo Fusi. La edad contemporánea empieza aquí. Creo que los historiadores no hemos valorado nunca suficientemente la crisis española, tan grave, con 1808 como eje… en realidad, arranca a finales del XVIII y llega hasta 1840. España se queda prácticamente sin Estado…
José Álvarez Junco. Cambia totalmente su forma. De ser una monarquía imperial en torno a los Habsburgo o a los Borbones, con patas a ambos lados del Atlántico, pasa a ser un Estado nación que tiene que reconstruirse; su burocracia es distinta, sus medios de financiación también, todo es distinto. Lo que se llama España en el XIX tiene poco que ver con la monarquía católica de los siglos precedentes. El Estado que maneja Fernando VII no se puede comparar con el de su padre, Carlos IV.
Pregunta. Y en ese momento crítico. ¿Cómo se ve España y cómo la ven los demás?
J. Á. J. Desde dentro, se pinta una España en términos caballerosos, heroica, con mucho visigodo; los reinos medievales luchando por la cristiandad frente al islam. Desde fuera: gitanos, bandoleros, guerrilleros, manolas, Carmen la de Ronda… La imagen romántica, en fin, que en España molesta bastante; un país atrasado, falto de más interés que el estético. Ojo, esa es una imagen que luego se vendería muy bien con fines turísticos...
J. P. F. En política exterior, queda reducida al segundo o tercer orden; no participa en los grandes congresos internacionales desde 1815. Empieza a ser muy dependiente de Francia y de Gran Bretaña. Las potencias deciden intervenir en 1823 para poner fin al trienio constitucional, entran Los Cien Mil Hijos de San Luis (que más bien fueron 60.000 o 70.000)…
J. Á. J. Por dar un dato: desde finales del XV, la monarquía española interviene en todas las guerras internacionales como protagonista o como secundaria. De Napoleón hasta hoy, en ninguna. España era más objeto que sujeto, como Italia. Se visitaba, pero no emitía viajeros.
J. P. F. Todo llega tarde y pobremente a España. En el campo de la música, por ejemplo, en vista de que el éxito de Rossini es estrepitoso, surge la reacción de una serie de compositores, como Barbieri o Gaztambide, para combatir ese influjo italianizante. Se vuelve a tonadas del XVIII, es decir, a la zarzuela.
J. Á. J. En la gran época del nacionalismo produce escándalo que no haya una música nacional, española. En el XVIII no pasaba nada por eso; no importaba que el músico de cámara del rey fuese un italiano. Carlos IV hablaba italiano con su esposa. Y en la corte de Felipe V, el idioma era el francés. A los Reyes Católicos, o al propio Felipe IV, no les importaba que sus súbditos hablaran castellano, italiano o catalán. Lo que sí les importaba era que fuesen católicos. En el XVIII se intenta vincular el Estado a una cultura, que tiene, entre otros componentes, la lengua. Las academias, museos y bibliotecas que se llamaban reales pasaron a ser nacionales en el XIX. Había que construir un sentimiento nacional. Las élites culturales estuvieron muy aisladas de Europa desde Felipe II. La guerra de 1808-1814 las conecta con Inglaterra, porque muchos se exilian. Vuelve a pasar en 1823. Y ahí conectan con el Romanticismo.
J. P. F. Mi opinión es que el Romanticismo es muy flojo en España en comparación con otros países. Algo innegable en la música.
J. Á. J. La angustia propia del romántico, esa enorme falta de fe en la racionalidad del mundo no llega, creo yo, hasta la Generación del 98, cuando sí sienten que el mundo no funciona con arreglo a las reglas de la razón, algo profundamente romántico.
P. Una de las novedades de esta reordenación es que se aumenta la presencia de mujeres… ¿fue en ese terreno distinta también España?
J. Á. J. A la mujer le cuesta salir al espacio público, en todas partes. En literatura, hay algunos nombres más, en pintura menos. Y en otras cosas, no digamos. Incluso las que pintan tienen muchos temas vedados; se dedican a los retratos, bodegones, paisajes... La mujer no sale plenamente al espacio público hasta la I Guerra Mundial.
J. P. F. Habrá pocas, pero hay que recordarlas, y es una obligación. En cuanto a la comparación con otros países… España siempre un poquito peor. Hay que esperar a alguien como María Blanchard [nacida en 1881 y que cierra el recorrido con La boloñesa] para encontrar una figura de mayor relieve.
P. ¿Cómo se ha tratado al arte decimonónico español? ¿Ha habido un cierto desdén? Solo hace 12 años que ha entrado en esta colección permanente. Antes se mostraba desgajado, e incluso durante años ni se mostraba…
J. P. F. Francia es el país que va marcando los grandes cambios del siglo: Géricault, la pintura al aire libre, el impresionismo… España está asomada a todo ello, pero después de Goya no tiene una figura con impacto internacional. Son gente de dignidad y de mucha calidad, pero no es lo mismo. En mis libros de bachillerato, de Goya pasabas a alguno de los Madrazo, Fortuny y luego a Regoyos y Zuloaga o Sorolla. Había una conciencia de que eso no estaba en el eje, ni en el centro de lo que pasaba en Europa. La conciencia de que había dejado de ser un país central.
J. Á. J. En muchos de estos artistas lo importante es el impacto que tienen en la opinión pública los temas que trataban; el papel que tenían en la construcción nacional y lo que podían hacer por la revolución liberal. Había más contenido que técnica. Querían ser pedagógicos, y eso está reñido con ponerte muy moderno.
El arte, que siempre es política, contribuyó a esa nueva idea de España. Desde 1856, con las exposiciones nacionales de Bellas Artes, fue también otro escenario de la pugna entre liberales y tradicionalistas, en cuya primera línea estuvieron Antonio Gisbert (La ejecución de los comuneros de Castilla, 1860) y Casado del Alisal (Últimos momentos de Fernando IV el Emplazado, del mismo año). La diatriba surge en el corazón de la reordenación del Prado, una galería en la que las grandes pinturas de historia (“históricas nacionales”, corrige Álvarez Junco) respiran con alivio. El conjunto ilustra cómo se dirimieron aquellas querellas con la ayuda también de bocetos, de los que Barón se sirve a lo largo del recorrido para “llenar lagunas”, con un evidente afán didáctico que aplauden los historiadores.
P. Una sala como esta, en la que se conmemoran ajusticiamientos (Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, Gisbert, 1888), derrotas (Episodio de Trafalgar, Sans Cabot, 1862), velatorios (Doña Juana la Loca, Pradilla, 1877) y desprecios (El príncipe don Carlos de Viana, Moreno Carbonero, 1881), invita a pensar que al español le gustan las malas noticias.
J. Á. J. El de Torrijos no es un cuadro pesimista, sino de enaltecimiento de una causa liberal, en la que el pintor está militando. Está diciendo: “¡Levantaos, muchachos!”. Lo hace porque había ganado prestigio con el cuadro de los comuneros en el concurso de 1860. Le negaron la medalla de honor y se organizó un gran escándalo. En el XIX se dio una enorme ideologización de la pintura. El de los comuneros es el gran cuadro de los liberales. En la versión mítica liberal hubo un paraíso medieval libre, sin monarquía absoluta, y la salida del paraíso se dio en este momento, en 1521, por culpa de un monarca extranjero, por supuesto; un español no habría hecho eso. Se carga las libertades castellanas. Es el momento supremo, el origen de todo mal. Ahí España entró en el oprobio absolutista. En la visión liberal es muy fácil: paraíso, salida del paraíso, época de decadencia y la revolución futura como el lugar al que hay que llegar.
J. P. F. Eso perdura. Azaña compró esa teoría: los comuneros representan a la verdadera España, frente a la del Escorial. En los años sesenta esa idea regresa con libros en los que se ataca a la monarquía de los Habsburgo.
J. Á. J. Para que te hagas una idea, aquél fue el momento de expansión del barrio Salamanca, donde hay tres calles que van seguidas en honor a los comuneros: Padilla, [Juan] Bravo y Maldonado. Es un momento de exaltación de esas figuras.
El reinado de la pintura de historia tiene una fecha de defunción: 1892, cuando Una sala del hospital durante la visita del médico en jefe, de Luis Jiménez Aranda, arrasa en la exposición nacional con su mensaje de pintura social naturalista y hace parecer todo lo anterior súbitamente caduco. El cuadro preside una de las salas más novedosas de la remodelación, frente a ¡Aún dicen que el pescado es caro!, de Sorolla, y Una huelga de obreros en Vizcaya, de Vicente Cutanda y Toraya. Ante este, Fusi hace memoria: “Mi tesis fue sobre la política obrera en el País Vasco [”un libro tremendamente influyente”, según Junco; un trabajo “fallido”, según su autor]. La que aquí se representa fue la primera gran huelga de la que se tiene recuerdo, y la única hasta la Guerra Civil”.
Y si el XIX español nace en 1808… ¿cuándo muere? “En el 98”, afirman al unísono. “En Europa fue en 1914”, apostilla Junco. “Aquí se vio venir”, continúa, “aunque no tan desastroso como fue. Fueron dos batallas navales de risa, con buques norteamericanos que disparaban a cinco kilómetros, frente a naves españolas que no llegaban a los 500 metros. Hubo refriegas de 1.500 españoles muertos y un norteamericano herido en un codo. Fue un ridículo tan grande que hizo que todo el mundo se diera cuenta de la urgencia de regenerar el país”. En la siguiente sala, entre cuadros de Sorolla, Regoyos y Beruete, el XIX deja paso a otro tiempo.
J. P. F. Un nuevo comienzo, que conduce a eso que llamamos retóricamente la Edad de Plata, truncada por la guerra y que probablemente sea irrepetible. Lo es en poesía y ensayo, pero también en pintura. Ya no están asomados, como decía Baroja, a Europa, son parte de ella. Regoyos está en Bruselas, centro de la modernidad, y Zuloaga y Sorolla se cuentan entre los pintores más cotizados del mundo. La educación, las infraestructuras, la prensa... todo mejora. Y España mejora.
J. Á. J. Se abraza cierto cosmopolitismo. Salen, viajan, gracias a la Junta de Ampliación de Estudios. Tienen conciencia de que no pueden quedarse en España.
P. O sea que esta historia tiene final feliz...
J. Á. J. No, no. Como la historia no tiene final, si prolongas esto llegas a la dictadura. Aunque si lo alargas un poco más llegas a la Transición. Hubo un poeta [Jaime Gil de Biedma] que dijo aquello de que “de todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal”. Cierto es que lo decía en el franquismo, pero mire usted, eso no es así, porque no hay final.
J. P. F. La historia no tiene ni puerto de partida ni de llegada, solo se trata de no naufragar. Ya me gustaría que fuera mía la frase, pero es de [Karl] Popper.
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