El inesperado encuentro de Tarzán con Gladiator en el corazón de África
En la decimosegunda novela de sus aventuras canónicas, el hombre mono topa con descendientes del imperio romano, se implica en una conjura y lucha en el anfiteatro
¿Qué haces cuando vaciando a la fuerza una de las habitaciones donde acumulas libros aparece bajo pilas de títulos olvidados el volumen con la decimosegunda novela de las aventuras de Tarzán, que no has leído? Efectivamente: dejar la faena a un lado y ponerte inmediatamente a leerla como si no hubiera un mañana. Mira que tengo deberes y lecturas atrasadas (me dan para varias vidas) y que el despeje de esa biblioteca paralela escondida era urgente pues tienen que entrar a pintar, pero me han vuelto a poder la llamada de la selva y el poderoso grito del tarmangani, criado entre los grandes monos. Soy de los que suscriben la consideración de Ray Bradbury: “Nos pueden haber gustado Verne, Wells y Kipling, pero amamos, adoramos y nos volvimos casi locos con Mr. Burroughs”.
Tarzán y el imperio perdido (la edición que he rescatado cubierta de polvo es de Edhasa de 2000) no está considerada de las mejores de las 24 novelas de Edgar Rice Burroughs sobre su inmortal personaje (yo hasta ahora había leído sólo las cinco primeras, en las añejas ediciones de Gustavo Gili de los cincuenta), pero tiene su miga. En ella Tarzán se sumerge inesperadamente en el mundo romano y vive unas peripecias que se parecen a las de Gladiator, incluido luchar a muerte en el anfiteatro -cámbiese tigre por león- y liderar una conjura contra un emperador malvado y cruel acaudillando desde las mazmorras a un grupo de patricios, legionarios, esclavos y gladiadores disidentes. A ratos, leyendo, no sabes si te imaginas a Johnny Weissmuller o a Russell Crowe: Máximo Décimo Meridio en taparrabos. En la novela, Tarzán aprende latín, o al menos el latín mezclado con bantú que hablan los romanos de la selva, en cuya biblioteca, por cierto, se encuentran obras perdidas de la antigüedad...
La decimosegunda aventura de Tarzán, escrita en Rancho Tarzana y publicada serializada en cinco partes en 1928, va después de Tarzán señor de la jungla y antes de Tarzán en el centro de la Tierra. Arranca con la petición a Tarzán de un doctor alemán (aquí los alemanes son buenos) de que busque a su hijo arqueólogo que ha desaparecido mientras seguía el rastro de una legendaria tribu perdida en los montes Wiramwazi, esté donde esté eso. La gracia es que la búsqueda lleva a Tarzán a vivir no otra aventura contra despiadados árabes traficantes de esclavos y marfil o a pelear contra suecos libidinosos o contra los hombres leopardo que acechan a la gente en los caminos de la jungla de noche, sino a descubrir a unos herederos del imperio romano en el corazón de África.
Esos vástagos de Roma son descendientes, descubriremos, de una cohorte de servicio en Egipto que, al mando de un pretendiente al trono, el prefecto Marcus Crispus Sanguinarius (sic) marchó en el año 90 (muy) hacia el sur para evitar las iras del emperador Nerva, una curiosa elección porque Nerva no solo era buen tipo sino que gobernó muy poco, dos años. En parajes escondidos los huidos dieron lugar no a uno sino a dos mini imperios, Castra Sanguinarius y Castrum Mare, a la greña entre ellos y cada uno con su propio malvado y corrupto emperador al frente de comunidades esclavistas piramidales, con los blancos en la cúspide, mulatos y negros en jerarquía descendente.
Burroughs se lo pasó estupendamente escribiendo su novela. No sólo le encantaban los mundos perdidos -Opar, Pellucidar, Caprona-Caspak, por no hablar de Marte o Venus- sino que era un fan de la historia de Roma, con una perspectiva muy de Gibbon (la decadencia, etcétera). El creador de Tarzán, por cierto, siempre decía además que el personaje estaba inspirado en la leyenda de Rómulo y Remo. Y sin duda supo de la expedición en busca de las fuentes del Nilo en época de Nerón. En las descripciones de Tarzán y el imperio perdido se ve cómo disfrutó al poner romanos en el contexto del África negra y salvaje, legionarios, aquilíferos y centuriones con sus gladios, corazas, caligas y cascos con crestas mezclados con guerreros africanos, incluidos los feroces y fieles waziri de plumas blancas súbditos de Tarzán.
En las escenas de desfile y de juegos en el anfiteatro el autor echó el resto. En la primera, un césar avanza en triunfo en un carro tirado por leones al que va encadenado el cautivo Tarzán –”un león atado a leones”, se excita Burroughs-. En las luchas del coliseo africano (mucho más abajo que el tunecino de El Djem y no digamos que el de Roma que salen en Gladiator), Tarzán se enfrenta a gladiadores y a un gran león de melena negra. El momento en que lo vence y lanza su grito desde el centro del anfiteatro en medio de África es antológico. Es imposible no sumarse con tu propio grito, lo que puede desconcertar a los vecinos, sobre todo si lees de noche. Luego, al tarmangani le sacan seis simios gigantes seis que, claro (¡hombre si es aquel chaval, el hijo de Kala!), se pasan a su bando. La forma en que Tarzán hace que los demás cautivos arrojados a la arena combatan juntos para sobrevivir y su desafío al emperador en el palco son puro Gladiator; para mí que Ridley Scott había leído Tarzán y el imperio perdido: a lo mejor también encontró el libro vaciando unas estanterías.
Donde no puso mucha imaginación Burroughs es en los nombres romanos, aparte de Sanguinarius tenemos un Maximus Praeclarus que parece de Astérix y un Fulvus Fupus que habría que imaginar pronunciado por el Pilatos gangoso de La vida de Brian.
En la novela, llena de aventuras, fugas, persecuciones y tramas paralelas simétricas (tan simétricas que a veces te pierdes), no sale Jane, y Tarzán es sólo testigo de los amores de otros. Ya se sabe que una de las bazas de Burroughs, escribiera de lo que escribiera, era poner romances con princesas, aristócratas o sacerdotisas de buen ver. Claro que aquí, según la cronología tarzaniana, el hombre mono, en el mundo John Clayton III y octavo duque de Greystoke, aunque en plena forma ya es abuelo (la historia transcurre en 1927, el hijo de Korak, retoño de Tarzán, y Meriem había nacido en 1921). Pero en realidad sí hay una gran historia de amor que afecta al protagonista: el que le manifiesta su pequeño monito Nkima, amoroso hasta el extremo, y resolutivo, aunque siempre asustado del acecho de la pantera Sheeta y la leona Sabor. Hay que recordar que en las novelas no hay ninguna mona Chita, que es un añadido cinematográfico.
En fin, el viaje con Tarzán al mundo romano perdido, que es como si Fernando Savater juntara La infancia recuperada (y Criaturas invisibles, donde dio voz al tarmangani) con Juliano en Eleusis, deja con ganas de seguir con los otros títulos de Burroughs. Ya me relamo pensando que el 22º es Tarzán y la legión extranjera, y que si sigo ordenando libros por algún lado ha de salir…
Babelia
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