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Adiós a Juan Bosco Díaz-Urmeneta, un insustituible

El crítico de arte de EL PAÍS, profesor de Estética, escritor y comisario fallece en Sevilla a los 76 años

Juan Bosco Díaz-Urmeneta, en una exposición en Cádiz en 2007.
Juan Bosco Díaz-Urmeneta, en una exposición en Cádiz en 2007.JOSÉ BRAZA (Diario de Sevilla)

Esta mañana ha fallecido Juan Bosco Díaz-Urmeneta en el Hospital Universitario Virgen Macarena de Sevilla, a los 76 años. Profesor de Estética de la Universidad de Sevilla, escritor, crítico de arte de EL PAÍS, comisario de exposiciones, conferenciante, Díaz-Urmeneta ha sido un maestro insustituible para muchos, tanto en la vida como en el arte.

Le llamaban Muñoz (por su tío Muñoz Seca) y también Díaz de Urmeneta (por Antonia Díaz, en cuya calle y en cuya casa nació) para recordarle, en tiempos de rojos, que además de príncipe de la Iglesia, jesuita obrero como fue, su familia pertenecía a esa noble rama de los nombres que forman parte de la historia y de la nomenclatura de las ciudades, de los países. Pero en realidad todo el mundo lo conocía como El Bosco, nuestro Bosco, de mente tan fértil como el pintor del siglo XVI y de carácter infinitamente más abierto.

Nos acaba de dejar Juan Bosco Díaz-Urmeneta, un hombre clave en las artes y la cultura, colaborador de EL PAÍS y otros medios, como Diario de Sevilla, y nombre indispensable en esa Transición que algunos idealizan y otros niegan. Alguien que ha hecho mucho por su país, alguien que ha doblado, triplicado, llevado hasta el infinito los denarios que heredó de una familia culta, tradicional, conservadora. Varias generaciones de artistas llorarán hoy su desaparición —que aunque hubiera llegado a los 100 años sería prematura—, varias generaciones de estudiantes, sindicalistas, amigos quedarán este jueves heridos por el rayo.

Algunos se le fueron antes: sus amigos Paco Molina y Paco Cortijo, su inseparable Pepe Soto, Manuel Salinas a quien dedicó una de sus últimas reseñas de despedida. Para otros, como Carmen Laffón, se va el amigo querido y esa persona que entiende su arte trascendiéndolo, que hace posible que la creación tenga quien la mire, la valore, la viva. Cientos de pintores le deben su apoyo y su crítica nunca cruel (es interesante, solía decir), varias generaciones de alumnos, muchos periodistas, le deben haber aprendido que la palabra estética es hija directa de la ética, de la armonía filosófica, de la ecuanimidad y de la compasión.

Deja un agujero negro de vacío y dolor allá donde brillaba su universo, tan rico, tan curioso, tan amable. Esa sonrisa suya blindada contra la adversidad, protegida por su mujer, Concha Llanos, compañera de vida y de batallas desde que a ambos les alcanzaba la memoria. Por fin podrá oír algún comentario sarcástico de su íntimo Vázquez Parladé, traidores de clase los dos, aristócratas comunistas, coherentes siempre, autocomplacientes nunca, antifranquistas, de la estirpe a quienes tantos le deben, le debemos, la democracia, la conciliación, la incorruptible seriedad de sus ideas y sus vidas.

En la hoguera fútil de las vanidades no hay calle ni avenida ni plaza que no merezca el mejor de los nombres del mejor de los hombres: fidelísimo incorruptible, amigo leal, intelectual de solidez en las ideas y permeabilidad en los afectos. Amaba tanto la luz que —ay, Bosco— por eso no dudó en zafarse de las tinieblas de la dictadura, en huir de cualquier ramplonería, en desconfiar de las doctrinas pétreas y de las verdades verdaderas. Nunca nadie de convicciones tan fuertes entendió tanto las debilidades ajenas, las contradicciones, las miserias que nos hacen luminosamente humanos.

Hay muchas voces autorizadas que pueden y deben glosar su enorme calidad humana e intelectual: desde el arte al que pertenecía, al sindicalismo que le debió su compromiso y también alguna lectura (su amigo Juan Antonio Florido apuntando nombres de poetas tras los mítines de los años setenta). A Marx desde Hördelind, a Zobel desde los atardeceres de Isla Cristina, a Derrida desde una soleá de José de la Tomasa. Los ciudadanos le debemos que nunca se conformara, que nunca buscara aplausos ni zalamerías. De nadie. Ni siquiera de a quienes más quiso, de quienes tanto le quisimos. De quienes no entendemos nuestra mejor versión sin haberlo conocido.

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