Muere a los 76 años Christian Boltanski, artista de la memoria y el olvido
Figura esencial en la escena francesa contemporánea, entendía la creación como un combate
El artista francés Christian Boltanski, que este miércoles ha muerto a los 76 años en París, veía su actividad como un combate contra el olvido y la desaparición. Sus padres —un médico nacido en Ucrania y convertido al catolicismo, y una escritora católica de Córcega— le concibieron durante la ocupación nazi mientras el progenitor vivía escondido en el subsuelo del apartamento familiar, y la madre simulaba ante las autoridades que estaban separados y su marido había huido de la capital. Creció escuchando en la posguerra las historias del Holocausto que contaban los adultos que le rodearon, muchos de ellos supervivientes, y en una familia que durante años vivió en una sensación de peligro constante. Fue un niño que nunca llegó a adaptarse a la escuela y que algunos daban por perdido. Encontró en la pintura primero, y en las imágenes e instalaciones después, un modo de canalizar su “trauma original”, como decía él mismo, una salvación, hasta convertirse en uno de los mayores artistas contemporáneos en Francia.
Christian Boltanski: “Mi trauma es mi fecha de nacimiento”
Bernard Blistène, director del museo de arte moderno en el Centro Pompidou, declaró a la agencia France Presse: “Estaba enfermo. Era un hombre púdico. Escondió las cosas tanto como pudo”. “Por encima de todo amaba la transmisión entre los seres, por medio de relatos, de recuerdos. Quedará como uno de los mayores narradores de su tiempo. Era un inventor increíble”, añadió.
Lo que a él le interesaba no eran tanto las obras de arte al uso —dejó la pintura a finales de los años sesenta, después de su primera exposición en París, en pleno mayo de 1968— como los “mitos y leyendas” o las “pequeñas parábolas”, como decía, “una etnología de [sí] mismo”. Su retrospectiva en el Pompidou, entre finales de 2019 y 2020, supuso la culminación de su singular trayectoria, su consagración como un clásico contemporáneo, y también una puerta de acceso al gran público de su mundo de imágenes huidizas, de los secretos de familia, de las sombras del pasado, la memoria y el olvido. Aquella muestra fue, además, una de las últimas grandes exposiciones en París antes de que la pandemia obligase a cerrar los museos y confinase, también, a sus artistas.
Para Bolstanski la pandemia y los confinamientos no fueron una experiencia grata. “La verdad es que estoy muy deprimido. Muchos artistas se pasan la vida confinados, pero yo no”, le confesó a Àlex Vicente en una entrevista publicada en septiembre de 2020 en Babelia. “Giacometti no salía nunca de su estudio, salvo para ir al bistró y al burdel, pero yo tengo una necesidad muy grande de estar activo. Tal vez porque soy un pesimista nato y necesito llenar mi tiempo con muchas cosas. Así evito encontrarme solo y pensar demasiado…”.
Le gustaba salir de su estudio en Malakoff, en el extrarradio sur de París, donde en los últimos tiempos unas cámaras lo filmaban 24 horas sobre 24 en una obra encargada por un coleccionista de Tasmania, su creación final y definitiva. En la capital observaba, hablaba con otras personas, lo necesitaba para vivir, para crear. Todo esto quedó en suspenso con la pandemia. En la misma entrevista, pronosticaba: “Yo creo que nos olvidaremos de este virus, porque no podemos vivir sin olvidar. La vida es tan horripilante que, si nos acordáramos de todo, no seríamos capaces de vivir”.
Boltanski, casado con la artista Annette Messager y hermano del sociólogo Luc Boltanski, creía que cada vida contenía un libro —el de su familia nunca lo escribió, pero sí lo hizo su sobrino Christophe Boltanski, Un lugar donde esconderse (Siruela, en castellano)— o una obra de arte. “Me interesa el contraste entre la importancia del individuo y su inexorable desaparición”, aseguró en alguna ocasión. “Mi actividad consiste en recordar a los que desaparecen. Siempre digo que todo mayor de 60 años merecería un museo por el simple hecho de haber vivido”.
Entre sus obras más celebradas, muchas de ellas efímeras como los templos en su admirado Japón, figuraban unas grandes trompetas instaladas en la Patagonia para hablar con las ballenas, o los 75.000 latidos del corazón grabados y almacenados en una isla del Japón. “Naturalmente, [las ballenas] no respondieron jamás, y las trompetas se romperán en seis meses, pero un día imagino que los indios vendrán y se acordarán de que un loco vino para hacer preguntas a las ballenas. Los mitos pueden durar más que las obras”, dijo Boltanski en enero de 2020 al diario Le Monde.
Respecto a los latidos del corazón, afirmó: “La gente va ahí como en un peregrinaje. Espero que cuando yo no esté se olvide, pero que vengan a escuchar el corazón de su abuela”. Como si lo que perdurase no fuese la obra, y aún menos el artista, sino lo que queda cuando ya nadie se acuerda de quién lo creó, ni de que aquello se ideó, tampoco de que era arte: los mitos y las leyendas.
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