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La faena taurina de Angélica Liddell sacude Aviñón

La directora presenta una obra salvaje inspirada en el torero Juan Belmonte, recibida con una ovación en su estreno en el mismo festival de teatro que la encumbró hace una década

Angélica Liddell en 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte', representada en el Festival de Avignon, en Francia.
Angélica Liddell en 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte', representada en el Festival de Avignon, en Francia.Christophe Raynaud de Lage
Álex Vicente

No era una plaza fácil, pero Angélica Liddell se presentó sin banderillero, esquivó casi todas las cornadas y logró salir por la puerta grande. La directora española estrenó en el Festival de Aviñón su nuevo espectáculo, Liebestod, esa “muerte de amor” con la que Wagner tituló el final de su ópera Tristán e Isolda, que Liddell también hace sonar en esta obra inclasificable, una historia de sus raíces y de sus abismos que juró que se inspira en la biografía de Juan Belmonte que firmó Manuel Chaves Nogales. Esperar algo parecido a un biopic del matador de toros era conocer mal la evolución reciente de la dramaturgia de Liddell, cada vez más compleja y hasta ininteligible, que hace caso omiso a las reglas aristotélicas y los consensos sociales, e incluso se nutre del rechazo ajeno, con el antagonismo como sempiterna postura estética y moral.

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Aun así, la sombra del torero poeta y suicida se ve por todas partes en esta función, acogida con una ovación en el comienzo de la 75ª edición del festival que la encumbró en 2010 con La casa de la fuerza, rompiendo con años de desprecio y marginalidad en la escena española y cuando ya estaba a punto de tirar la toalla. En la figura de Belmonte, Liddell encontró, asegura, un mellizo. “Al leer el libro de Chaves Nogales, me di cuenta de que decía cosas que podría haber firmado de mi puño y letra, frases que habían rodado en mi boca como una lengua antigua. Por ejemplo, que se torea como se es y que se torea como se ama”, decía ayer en su hotelito de dos estrellas de Aviñón, el lugar en el que Liddell se aloja por decisión propia en una habitación frugal, casi como en aquellos tiempos en que acudía a este festival con un falso carné de prensa y cenaba salchichas frías en su albergue de los suburbios.

“Librar al toro de lidia de la muerte es como blasfemar. Es una blasfemia contra la belleza y contra lo sagrado”

Liddell nunca ha visto una corrida —como tampoco las presenció Chaves Nogales—, lo que no le impide admirarlas. “La tauromaquia va más allá de eso, pertenece al mundo de la poesía. El debate ético no me interesa. La sociedad está tan infantilizada que no es capaz de enfrentarse a la belleza del ritual. Para mí, librar al toro de lidia de la muerte es como blasfemar, es una blasfemia contra la belleza y contra lo sagrado”, asegura. La directora protesta contra un mundo artístico “obsesionado por el deber, por complacer a todos los grupos sociales”. “Esa sociedad naíf de lo correcto y de los derechos roza la idiocia, como dice el gran Javier Marías. Nos dirigimos hacia una sociedad prohibicionista, higiénica y puritana, sin ninguna arista. Estamos privando a lo humano de su parte negra, de su parte de noche”. Ante esa “lacra”, Lidell aboga por un teatro convertido “en último reducto de transgresión”.

Su función da un nuevo ejemplo de ello. A las cinco de la tarde, como en el llanto de Lorca por el torero Ignacio Sánchez Mejías, empieza su obra en la Ópera de Aviñón, un tinglado provisional en la periferia de la ciudad de los Papas erigido mientras se restaura su sede histórica ubicada en el centro. Arranca con Liddell de negro estricto sirviéndose una copa de tinto y mutilándose las tibias, las falanges, la entrepierna. Un tic habitual en su teatro al que regresa ahora en este trabajo, encargado por otro enfant terrible como Milo Rau para el Teatro Nacional de Gante, y una escarificación simbólica que traduce “los riesgos espirituales” que ella asume al salir a escena. Durante los ensayos, Liddell visionó un sinfín de vídeos de Jean Rouch, el pionero del cine etnológico que filmó los rituales animistas en África. “Someter el cuerpo a alteraciones físicas te permite dar el salto al trance. Podría decir que ellos son mis maestros”, ironiza la directora, que hace un guiño a esas culturas, aunque sea a ritmo de pasodoble y vestida con traje de luces, en un apoteósico tramo final.

Liddell, junto a su res inmóvil en el estreno de 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte'.
Liddell, junto a su res inmóvil en el estreno de 'Liebestod – El olor a sangre no se me quita de los ojos – Juan Belmonte'.Christophe Raynaud de Lage
“Cuando me enamoro corro peligro de muerte. Lo más peligroso que me puede pasar en la vida es enamorarme”

Liebestod lleva el subtítulo de El olor a sangre no se me quita de los ojos, frase inspirada en una cita de Francis Bacon, cuya ojerosa mirada también irrumpe en el escenario, en el sobrecargado juego de referencias que Liddell suele proponer al espectador. La obra debía estrenarse en la edición de 2020, que fue suspendida por la pandemia. Liddell no lo vivió con frustración: esta larga gestación de dos años permitió que su texto circulase por otros derroteros, que cree que han enriquecido el resultado. “Irrumpió lo que me faltaba, que era el enamoramiento. Si se hubiera estrenado un año antes, no hubiera estado recorrida por la misma fuerza. No estarían el salvajismo, la tragedia y el dolor que implica el amor. La obra ha cambiado al 100%”, asegura Liddell, que en este 2021 ha salido de un ayuno mediático en el que llevaba metida cinco años, un periodo de depresión y luto por la muerte de sus padres en el que no concedió ni una sola entrevista. Aunque esta felicidad aparente tenga, como casi siempre en ella, un regusto amargo. “Cuando me enamoro corro peligro de muerte, como dice Emmanuel Carrère en Yoga. Lo más peligroso que me puede pasar en la vida es enamorarme”, asegura Liddell, que vive esperando que la dejen, sometida al terror incesante de amar y no ser correspondida.

“Nos dirigimos hacia una sociedad prohibicionista, higiénica y puritana. Estamos privando a lo humano de su parte negra”

Mientras cuelga de los cuernos de un toro inerte al que recita frases de Cioran o perrea con sevillanas de Los Marismeños como telón de fondo, Liddell establece un paralelismo entre tauromaquia y teatro. “Por si esos imbéciles son incapaces de comprenderlo, dígales que el toreo es un ejercicio espiritual”, reza su primera frase. Deambula sobre las tablas lamentando un terrible mal de amores, antes de embarcarse en un stand-up tremendista durante el que, micrófono en mano, pronuncia injurias a diestro y siniestro, como si diera cornadas. Contra sus admiradores, “mentecatos, mujeres y maricones” que llenan las papeleras de sus habitaciones de hotel con sus cartas colmadas de esos elogios que tanto aborrece. Contra las actrices, “más puercas que las putas, porque ellas no engañan”. Contra el Me Too, como ya hacía en su obra The Scarlet Letter: “A los actores habría que dirigirlos con un látigo. Tanta denuncia y tanta hostia…”. Contra Francia, donde “los jóvenes de 16 años se manifiestan por sus pensiones”, una sociedad que le asquea por su elitismo, su desacralización y sus huelgas.

Lo más admirable es que la faena terminara con vítores, tal vez porque nadie se lleva peor parte que ella misma en este reparto de mandobles: “¿Quién irá a recoger tus cenizas? Eres ya una puta vieja y no has conseguido que nadie te quiera. Estás aquí para buscar el amor de estos desconocidos. Estás trabajando en este teatro porque nadie te ama en el mundo real”. Lo confirmará en la entrevista, a modo de conclusión: “Mi toro no es el público, sino el propio escenario”.

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Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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