Los premios
Todas las artes que proceden de aquello que se llamó y aún se llama la “alta cultura” precisan reconocimientos públicos para lograr su pasaporte social
La única cultura viva de estos últimos 70 años es la cultura popular, la única que no necesita nada más que su mera existencia para alcanzar su plenitud y su público. Las demás culturas necesitan instituciones, necesitan ayuda en carretera. Elvis Presley no necesitaba a nadie. A William Faulkner el Premio Nobel de Literatura le dio lectores que no tenía. Todas las artes que proceden de aquello que se llamó y aún se llama la “alta cultura” precisan reconocimientos públicos para lograr su pasaporte social. Es el caso de la literatura, cuyo prestigio acaba en manos de los premios y no del público. Como si la literatura necesitase pasar un examen universitario o unas oposiciones y no bastara con el ejercicio libre de la misma. Eso siempre me ha llamado la atención, porque es profundamente luctuoso. Por eso veo la cultura popular con mucha envidia.
Bob Dylan no fue a recoger el Premio Nobel, tampoco el Príncipe de Asturias. Dylan era y es universal, planetario, un triunfo de la vida que no necesitaba a nada ni a nadie
Bob Dylan no fue a recoger el Premio Nobel, tampoco el Príncipe de Asturias. Dylan era y es universal, planetario, un triunfo de la vida que no necesitaba a nada ni a nadie. Muy difícil de comprender esto para un escritor, que para vender su pescado necesita de auxilios mediáticos. Los premios en el ámbito de la literatura son imprescindibles desde este punto de vista, pues ayudan a dar visibilidad a los escritores, y dan a conocer valiosas obras literarias que sirven al bien común.
A veces nos molesta que a un escritor al que admiramos encendidamente reciba un premio importante y se convierta en alguien popular. Eso lo he visto yo con frecuencia en España. También he visto gente que se enfurece porque cree que tal escritor no merece tal premio. En todo esto veo el olvido de la tarea principal de la literatura: convencer al lector. De poco sirve premiar una obra si luego el lector no la premia en su corazón. He de confesar que ver esos casos de insistencia institucional en coronar una obra literaria que después es discretamente rechazada por los lectores me ilumina el alma, porque yo confío en los lectores, cuyo criterio es el mismo que el que impone el paso del tiempo.
Los premios propenden al desacierto irónico. Jaime Gil de Biedma, el poeta español más amado de la segunda mitad del siglo XX, se fue a la tumba con las manos vacías, sin ningún reconocimiento. Pero se le sigue leyendo y a buena parte de a quienes premiaron insistentemente en vez de al autor de Las personas del verbo no los leen ni en su pueblo. Creo en los lectores porque antes creo en la literatura.
Sí, los premios son necesarios, y en España se dan muchos. Los premios institucionales son los más opinables, pues dependen mucho de la conveniencia política y de la moral de cada época, porque esa moral es la que dicta la ejemplaridad civil de la literatura. En cualquier caso, los premios alegran a los escritores. Es un oficio muy severo el de escribir libros. Los escritores no son Elvis Presley. Y alegrar a un escritor, decirle “sigue, te apreciamos, no estás solo en ese duro trabajo de tallar palabras”, casi parece una labor humanitaria, digna de aplauso.
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