Las guerras culturales británicas se disputan sobre los pedestales
La negativa de 150 académicos a impartir clases en un ‘college’ de Oxford hasta que no se retire una estatua de Cecil Rhodes es la última escaramuza en la batalla por el pasado que se libra en el país
Puede ser más fácil cambiar de nombre a un país que derribar una estatua. El fundador de la colonia africana de Rodesia (parte de la actual Zimbabue), Cecil Rhodes, sigue presidiendo la entrada del Oriel College, una de las instituciones académicas más antiguas de la Universidad de Oxford. Por encima de reyes y, por supuesto, de antiguos rectores. Una donación en 1902 de 100.000 libras esterlinas del antiguo alumno ―unos 14,5 millones de euros en la actualidad― le sirvieron para inmortalizar en piedra su prevalencia sobre Jorge V o Eduardo VII, que ocupan un lugar más modesto en la fila de seis monumentos a los pies del empresario colonialista. 150 académicos se han negado a impartir clase en el recinto mientras esa imagen se mantenga en la fachada. Una comisión independiente, creada por el rectorado, ha propuesto retirarla. Miles de personas se plantaron en la High Street de Oxford, el pasado junio, en plena pandemia, para exigir la desaparición del símbolo de un pasado colonial y supremacista. Todo en vano. “Obstáculos normativos y financieros”, ha alegado el rectorado, han llevado a tomar la decisión de que la estatua se quede donde está.
El caso Rhodes es la última escaramuza en la batalla por la historia colonial que se libra en el Reino Unido del Brexit entre quienes están dispuestos a su revisión caiga quien caiga y aquellos que piden no juzgar el pasado con los anteojos del presente. “Para un grupo de personas de esta ciudad, un solo apellido en particular, Rhodes, ha supuesto un grave problema durante muchos años. Creo que acabaremos viendo cómo la estatua se viene abajo. Solo confío en que yo todavía pueda verlo”. Danny Dorling tiene 53 años, nació en Oxford y allí volvió, después de un periplo académico por Inglaterra. Es profesor de Geografía en la Escuela de Geografía y Medio Ambiente de la universidad. Es también uno de los firmantes del manifiesto en contra del monumento. Pero, sobre todo, es el guía perfecto para entender qué está en juego alrededor de una piedra. Su libro, Rule Britannia (”Gobierna, Britania, gobierna las olas”, la canción que simboliza como ninguna el patriotismo imperial británico), firmado junto a Sally Tomlinson, fue el superventas necesario para entender qué echaban de menos muchos de los que se entregaron al sueño del Brexit. “A algunas personas, ese pasado colonial les ofrece una seña de identidad, les dicen quiénes son. Muchos de ellos son ricos y poderosos. Pero han logrado incluir en su bando a gente más pobre, a aquellos adolescentes racistas de la década de los setenta, que ahora tienen más de cincuenta años”, se lamenta Dorling.
A algunos, el pasado colonial les ofrece una seña de identidad. Muchos de ellos son ricos y poderososDanny Dorling
La extensión en el Reino Unido del movimiento Black Lives Matter, surgido al otro lado del Atlántico, pilló por sorpresa al Gobierno conservador de Boris Johnson. No tanto por desmemoria como por un atrincheramiento ideológico y cultural que impide cuestionar el pasado y sus mitos de un modo honesto. De los últimos 14 primeros ministros que ha tenido el Reino Unido, 11 han estudiado en Oxford, conservadores y laboristas. El desmantelamiento definitivo del Imperio, a mediados del siglo XX, y la llegada masiva a la isla de población de las colonias, ha provocado constantes flujos y reflujos de episodios racistas: los enfrentamientos sangrientos de Notting Hill, que derivaron finalmente en el popular carnaval de ese barrio londinense; la creación los Panteras Negras británicos; el juicio a los Nueve del Mangrove, los activistas que incitaron a las protestas después de una redada policial contra ese restaurante caribeño... y así durante siete décadas, en las que una legislación progresista ―pero también condescendiente― intentaba reparar desigualdades. “Todos los grandes imperios tienden a ser un poco hipócritas durante su lento declive”, explica Dorling. “Se han contado a sí mismos una historia de superioridad y grandeza, y han creado un sistema militar y administrativo en el que han desplazado a mucha gente a las colonias y han ido forjando actitudes”.
La extensión en el Reino Unido del movimiento Black Lives Matter, surgido al otro lado del Atlántico, pilló por sorpresa al Gobierno conservador de Boris Johnson
Y algunas de esas actitudes heredadas se resistieron a comprender las razones por las que una turba exaltada derribó finalmente hace un año la estatua de Edward Colston, en el centro de Bristol, y celebró el momento en que el prócer de la ciudad acabó en el fondo del muelle. A través de la Royal African Company, el empresario transportó en el siglo XVII más de 80.000 esclavos desde África a Norteamérica. Con sus donaciones surgieron hospitales y escuelas en la ciudad británica. Pocos lloraron la desaparición del monumento, recuperado de las aguas y convenientemente escondido ahora en un discreto museo municipal, donde, vandalizado y tumbado, se expone al público.
Fue la campaña que desató lo que alertó al Gobierno. La página web Topple The Racists (Derribad a los Racistas) señaló al menos 78 estatuas por todo el país que merecían correr la misma suerte, entre las que incluían la de Cecil Rhodes, pero también alguna de Cristóbal Colón o del explorador y cartógrafo James Cook. Downing Street reaccionó de inmediato con una nueva política bautizada como Retain and Explain (Preservar y Explicar), que impuso muchos obstáculos legales y administrativos a la posibilidad de retirar un monumento.
El argumento era de fácil venta: el pasado no se censura. Se conserva para futuras generaciones y se explica convenientemente su contexto. “Todas esas estatuas reflejaban las preferencias de la gente en esa época, no simplemente una única narrativa o doctrina oficial”, ha argumentado Robert Jenrick, el ministro británico de Política Municipal. Era lógico que fuera él quien se pusiera al frente de la estrategia, porque la gran mayoría de ayuntamientos gobernados por laboristas se ha mostrado dispuesta a revisar su patrimonio artístico. “Son de una enorme variedad. Algunas muy queridas, otras odiadas, pero todas parte del entramado de nuestra rica historia y de nuestro entorno arquitectónico”, dijo el político.
La aparente buena intención de la ley supone que muchas situaciones complejas acaben en un limbo de frustración. Incluso los grandes museos, que llevan ya años inmersos en un proceso de “descolonización” para explicar el origen y las circunstancias de sus colecciones, se enfrentan al recelo de patrones o a la falta de conocimiento preciso de sus expertos. El caso más sonado ha sido el del mural de Rex Whistler que adorna el restaurante de la Tate Britain. La alegoría The Expedition in Pursuit of Rare Meats fue encargado en 1926, pero algunas de sus representaciones resultan incómodas, por racistas, en 2021.
El debate deriva en una trampa de difícil salida: ¿Dónde está el límite de la revisión? “Para mí es algo muy simple: debemos permitir que la gente cuestione su entorno y se siga haciendo preguntas durante los próximos 20 o 30 años. Porque el racismo no es el pasado, existe todavía”, reflexiona Dorling. No se salvaría ni una piedra de Oxford si se rastreara hasta el final su origen. El Imperio Británico no construyó un Coliseo, como el Imperio Romano, sino cientos de estaciones de tren por toda Gran Bretaña. Extendió la riqueza de sus actividades a lo largo del país, de modo que todos fueran cómplices y beneficiarios. Para reconciliarse con un pasado tan reciente no basta con derribar estatuas, aunque algunas, más que otras, resulten cada vez más insoportables.
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