El hombre que dirigió la carrera de Joaquín Sabina durante 22 años vive en la pobreza y la soledad
Paco Lucena, uno de los representantes españoles más poderosos en los ochenta y noventa, vive con una pensión de 680 euros, olvidado por los músicos que representó y sin apenas salir de casa
Paco Lucena se ha acercado esta mañana al banco y ha comprobado que no tiene dinero. Cero. Es 22 de junio y cobra la pensión de autónomo, 680 euros, los 24 de cada mes. Saca un pequeño monedero, abre la cremallera y se lo muestra al periodista. “Mira, esto es todo [unas cuantas monedas de céntimos]. El poderoso mánager Paco Lucena no tiene ni tres euros”, ironiza. Está en su casa, un piso vetusto de 70 metros cuadrados en las profundidades del barrio de Aluche, en el sur de Madrid. Las persianas permanecen medio bajadas y las cortinas extendidas. Son las doce de la mañana, ahí fuera luce el sol, pero en esa casa abigarrada reinan las sombras.
Llevó a 60 artistas, trabajó para Dolores Ibárruri, cenó con García Márquez, visitó a Fidel Castro... “He tenido dinero y poder, y ya no me interesan, porque te hacen ser ruin”, afirma
La cama está sin hacer y las paredes, pobladas de fotografías. En muchas se ve el cuerpo enjuto de Joaquín Sabina, al que Lucena representó durante 22 años, desde que comenzó, en 1978, hasta 2000, en plena gira del disco 19 días y 500 noches. También cuelgan imágenes de Silvio Rodríguez, Andrés Calamaro, Manolo Tena, Coque Malla, Chavela Vargas, Luis Eduardo Aute, Miguel Ríos… Figuras políticas como Fidel Castro, Dolores Ibárruri, Juan Barranco… Todos posan con Lucena, ese que un día fue uno de los representantes musicales más poderosos de España y hoy malvive solo, sin apenas recursos, ignorado por los que un día él ayudó a encumbrar.
El hombre que solía desayunar, comer y cenar con Moët & Chandon sorbe hoy un nestea. Aquel que comió con Pepe Mujica, cenó con Gabriel García Márquez y fue recibido “tres veces” por Fidel Castro no tiene con quien hablar. Suena Mozart desde su ordenador de mesa. “Qué belleza”, dice. Respira pesadamente y suelta algún “ay” de dolor en la espalda cuando se mueve para mostrar fotos del pasado.
Lucena (Tánger, 68 años) lleva prácticamente 11 años sin salir de casa. Se acerca al Ahorra Más del barrio, compra y de vuelta a casa ayudado por un bastón. Hace dos años, justo antes de la pandemia, la falta de una alimentación adecuada y las pastillas que le ayudan a dormir le provocaron un desmayo. Cayó en el salón a plomo. El sonido alertó a su vecina, Fanny, que acudió al rescate. El golpe le afectó a su ya maltrecho costado derecho. También se rompió los dientes. Estuvo toda la pandemia sin ellos. “Hace dos semanas por fin me los han terminado de poner, porque no podía ni comer ni hablar bien. Vicente, el marido de mi mejor amiga, Isabel, me llamó un día y me dijo: ‘Paco, sé que tienes problemas para comer porque no tienes dientes. Vamos a pedir presupuesto’. Lo ha pagado todo él, 12.000 euros”. Sobre cómo ha acabado así un hombre que llegó a tener a 60 artistas en su empresa de representantes es de lo que trata esta historia.
Lucena se hizo representante por azar. Llegó a Madrid procedente de Tánger, donde nació, a principios de los setenta. De creencias marxistas, ingresó en las Juventudes Comunistas y con el tiempo formó parte del Comité Central de un Partido Comunista de España que caminaba con pies de plomo tras la muerte de Franco. A finales de los años setenta se ocupó de la seguridad de Dolores Ibárruri. El partido alquiló a la Pasionaria un piso de La Vaguada (zona norte de Madrid) y Lucena vivió con ella seis meses. Su misión era cuidarla: además de protegerla de posibles agresiones (Franco había muerto, pero no el franquismo), hacía la compra o le leía la prensa. “Una de las personas más maravillosas que he conocido”, recuerda.
En 1978 conoció en los “bares de rojos” de Madrid a Joaquín Sabina, que acababa de llegar de un exilio londinense de siete años. El músico estaba a punto de editar su primer disco, Inventario (1978). Sabina encontró a un alma gemela en Lucena: se identificaban políticamente, leían a los mismos escritores y les apasionaban Silvio Rodríguez y Bob Dylan. Solo había una diferencia: uno era músico y el otro daba clases de francés en una escuela de idiomas. Son los tiempos de La Mandrágora. Lucena empieza a acompañar a Javier Krahe y a Sabina a los conciertos que les van saliendo (no demasiados) y a organizar aquí y allá. Gracias a que domina el francés le sale un trabajo de administrativo en países donde se habla esa lengua, como Guinea Conakry y Costa de Marfil. En 1980 regresa a Madrid con algo de dinero y decide montar una empresa de representación de artistas. “Yo no era un manager ni tenía ni idea. Pero Joaquín [siempre se refiere a Sabina por el nombre de pila] me persiguió durante dos años para que le llevase la carrera”, informa. Y aceptó.
En 1978 conoció en los “bares de rojos” de Madrid a Joaquín Sabina, que acababa de llegar de un exilio londinense de siete años
Lucena estrena una profesión que en España está por construir. Se mueve por intuición y pillería, y afronta la misión de ascender a su principal representado como una cruzada. Mientras la mayoría de los representantes mantiene las distancias con sus artistas, él ejerce de fiel compañero, siempre dispuesto a tomarse la última con un músico apegado a la noche. Se van sucediendo los discos y Sabina coge la ola buena: de cantautor de La Mandrágora a llenar Las Ventas como rockero canalla. La oficina de Lucena ya es una de las que más trabaja. Por ella pasan Javier Ruibal, Aute, Manolo Tena, Barón Rojo, Burning, Labordeta, La Orquesta Mondragón, Jarabe de Palo, una jovencísima Malú…
A finales de los ochenta decide atacar el mercado latinoamericano. “La compañía de discos no creía en Joaquín triunfando allá. Decían que no iban a entender su argot madrileño. Lo tuve que hacer todo yo, tirando de teléfono y de contactos. El resultado es que desde hace 30 años Joaquín es uno de los artistas más grandes del continente”, relata Lucena, que se atribuye esa expansión.
1996 fue su mejor año. Se compró un Mercedes por 10 millones de pesetas y un chalet en una zona exclusiva de Madrid. Sus vecinos eran Víctor Manuel y Ana Belén. La pareja Lucena/Sabina llevaba casi dos décadas trabajando juntos y apurando la noche. “Nuestra relación no iba bien. Joaquín suspendía muchos conciertos porque siempre estaba malo, sentíamos el desgaste, nos gritábamos…”, comenta. El 1998, según su relato, no aguanta más y presenta su dimisión. “Pero a los dos meses me llama Isabel Oliart [madre de las dos hijas del músico] y me ruega que vaya a recoger a Joaquín a Buenos Aires porque se ha peleado con Fito Páez [con quien estaba grabando el disco Enemigos íntimos]”. Lucena acepta, pero la relación entre los dos está contaminada.
Cuando solo llevan unas fechas de la gira de la considerada obra maestra de jienense, 19 días y 500 noches (año 2000), Lucena recibe una llamada de Jimena Colorado, con la que el músico había iniciado una relación. “Me pasa a Joaquín, que me dice: ‘Paco, después de lo que te voy a decir te cuelgo el teléfono: Estás despedido”. Ya no ha sabido nada de él en 21 años. “Realmente a mí quien me echa es Isabel Oliart, que aunque no mantenga una relación sentimental con Joaquín se ocupa de llevar su administración. Yo le sobraba porque quería llevarlo todo ella”, comenta. Este periódico se ha puesto en contacto con la secretaria de Sabina, Lena Demartini, con la siguiente respuesta: “Imposible organizar una entrevista con Joaquín en este momento”.
¿Hubiera llegado tan lejos Sabina sin la compañía de Lucena? Responde el periodista y escritor Julio Valdeón, autor de la biografía del cantante, Sabina. Sol y sombra (Ed. Efe Eme, 2017): “Paco Lucena fue uno de esos manager que se forjan por accidente. Un hombre inquieto, viajado y culto, que encuentra al cantautor de La Mandrágora y lo acompaña en su ruta hacia el éxito. No es el responsable del éxito de Sabina, pero no hay duda de que desempeñó un papel importante. Uno que iba más allá de la gestión, no siempre canónica, todo hay que decirlo. Digamos que entronca con el estilo de otros representantes míticos, que suplían el amateurismo del momento con toneladas de complicidad y entusiasmo”.
“Cuando me dejó Joaquín yo estaba lleno de deudas. Perdí 80 millones de pesetas en una compañía de discos que monté [Don Lucena Discos, con álbumes de Burning, Javier Ruibal, Malevaje…], debía dinero de la gira que suspendimos con Páez, tuve que despedir a ocho personas de mi oficina…”, relata. Responde a esos agujeros con los 500.000 euros que ingresa por la contratación de parte de la gira de 19 días y 500 noches. “Sí, he tenido dinero, he ganado millones de pesetas al mes, pero siempre lo invertía en música y estaba entrampado. Nunca dispuse de grandes cantidades. La verdad es que no supe invertir bien lo que gané. Además, nunca firmé contratos, porque soy un gilipollas. Siempre he sellado los acuerdos dando la mano. Ni con Joaquín tuve un contrato”, reconoce.
Su último capítulo con Sabina ocurrió el pasado 8 junio: llamó a la secretaria del músico, le contó su situación económica y solicitó hablar con él. Llevaba 21 años sin intentar contactar con su exrepresentado. Ella le dijo que se lo comentaría a Joaquín.
En 2000 vende su chalet y una casa en el centro de Madrid para construirse una casa en Moralzarzal, en la sierra de Madrid. De 2000 a 2004 sigue ejerciendo de representante, “pero después de tener al más grande ya nada es igual”. Su último representado es El Lichis, ex La Cabra Mecánica. Ya no disfruta de los lujos de antes, pero lleva una vida sin apreturas. El Mercedes ya lo vendió. “Mi situación precaria llega cuando me divorcio, en 2008, y me voy del chalet de Moralzarzal para que viva mi ex con las dos niñas”, señala. Se muda al piso que compró en 1970 su familia en Aluche, donde todavía vivía su madre. Y comienza su reclusión. A los tres años fallece la madre con 97 y se queda solo.
Todavía se considera marxista y la única persona en la política que le da plena confianza es Yolanda Díaz. Sonríe cuando cuenta que el único que tiene las llaves de su casa es su vecino, Fran, “un votante de Vox”. “Es buena gente: se las di por si me pasa algo”, asegura.
Su objetivo ahora es recuperar la mitad del dinero del chalet de Moralzarzal, unos 250.000 euros, “para vivir un poco mejor” y publicar sus memorias a final de año con el título de Pongamos que hablo de Paco Lucena. Dice que no guarda contacto con ninguno de los músicos a los que representó y que con sus hijas, de 31 y 34 años, no se lleva demasiado bien. De los 680 que cobra cada mes debe abonar 200 a la persona que le pagó la nueva dentadura. “No tengo dinero, pero no me quejo. Jamás me he quejado, en la vida. ‘Caminando fui lo que fui’, como dice la canción de Silvio Rodríguez. He tenido dinero y poder, y ya no me interesan, porque te hacen ser ruin”.
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