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Pasionaria y la justicia poética

La presencia de Dolores Ibárruri y Rafael Alberti en el Congreso es un icono del inicio de la democracia

Dolores Ibárruri y Rafael Alberti en el Congreso de los Diputados (Madrid).
Dolores Ibárruri y Rafael Alberti en el Congreso de los Diputados (Madrid).MARISA FLÓREZ
Berna González Harbour

Toda revolución, toda guerra, todo cambio histórico tiene su imagen, una escena que se convierte en icono no solo porque recoge a los protagonistas de la transformación, sino porque en ella palpitan los sentimientos más primarios e inolvidables de los momentos que cambiaron generaciones. El derribo de la estatua de Sadam Husein fue la imagen de la guerra de Irak; la niña que huía desnuda y aterrorizada del ataque de napalm puso rostro a la guerra del Vietnam; y el miliciano de Robert Capa a la nuestra, la horrenda contienda civil.

Y hay una fotografía, la que tomó Marisa Flórez y que ilustra esta página, que nos habla directamente al corazón y la memoria sobre la transformación que vivió España en el inicio de la democracia, con sus miedos incluidos. Los pasos de Dolores Ibárruri, Pasionaria, con sus piernas arqueadas, su atuendo sencillo de mujer mayor, que desciende por las escalinatas del Congreso como si anduviera por cualquier calle de pueblo de su Vizcaya natal y ante las miradas despectivas o recelosas de los diputados tras las elecciones de 1977, es un símbolo para la historia. "Diosa de luto", en palabras de Manuel Vicent.

Pasionaria acababa de regresar de Moscú, donde se exilió tras el triunfo de Franco en la Guerra Civil, y fue elegida diputada por Asturias en el Congreso por el Partido Comunista de España. Se hacía justicia 40 años después al recuperar en las urnas el escaño que se ganó en la República, también en representación de Asturias. Justicia poética, además, porque lo hacía del brazo de un grande de las letras como Rafael Alberti, también exiliado, también represaliado y también diputado por el PCE.

Alberti renunció pronto a su escaño para continuar su vida literaria. Pasionaria murió en 1989 sin ver cumplido el sueño de la revolución comunista que persiguió, pero con la capacidad de participar en la renuncia a esa ambición en aras de una convivencia democrática que no todos demostraron. La camarada "secretario general" (lo fue así, en masculino, desde los cuarenta hasta que entregó el testigo a Santiago Carrillo en 1960) había admirado a Stalin y había sabido condenar también la represión de Praga de 1968. Comunista irreductible que, en última instancia, supo utilizar las herramientas de la democracia para, como le escribió el poeta Nicolás Guillén: "Que al pie del árbol caído, / paloma, dile, / otro árbol crece, y su tronco / de verde viste".

Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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