Patricia Almarcegui recorre Japón para dinamitar la literatura de viajes
La escritora publica ‘Cuadernos perdidos de Japón’, un insólito trayecto por el archipiélago que conjuga información con relato íntimo, melancolía y sensualidad en una mezcla sugerente que revoluciona el genero
El itinerario de Cuadernos perdidos de Japón (Candaya, 2021), de Patricia Almarcegui, empieza en un tren de alta velocidad japonés que se llama Kodama, como María Kodama, la mujer de Borges, y acaba ―antes de un postrero: “Hoy no debería hacer nada, solo escribir”― con la anotación: “Creo que va a haber un cambio después de mi último viaje. La frescura de la escritura”. En medio, uno de los experimentos más interesantes de los últimos tiempos en el género de la literatura de viajes de nuestro país. Un libro insólito, exquisito, delicado, conmovedor, esencial y revelador, teñido de una extraña melancolía y no exento de sensualidad (“un quimono de seda rozando mi piel, no llevo nada debajo y camino; el color cereza roza los pezones, se endurecen”).
Cuadernos perdidos de Japón sorprende por su brevedad (123 páginas), su fulgurante intensidad (“llueve delicado en Kioto”, “los pétalos de los cerezos y ciruelos caen sin ruido en el musgo mullido”, “un cisne navega por el lago oscuro del foso, nadie se atrevería a entrar en el palacio imperial de Tokio, solo un cisne”) y su capacidad de contar cosas reveladoras tanto del país y su cultura, del sintoísmo al manga pasando por las carpas y las geishas, como de la propia viajera (el alzhéimer y la muerte de su madre).
Concebido como una suerte de collage, mezcla de distintos materiales (incluidos una carta de Yasunari Kawabata a Yukio Mishima, dos de los grandes nombres de la literatura japonesa; un calendario y una lista de nombres de aves en japonés: pájaro carpintero es keratsutsuki) y de estilos, con parte de diario de viaje, de diario íntimo a secas y de libro de citas y aforismos, Cuadernos perdidos de Japón contiene datos, descripciones, anotaciones falsamente intrascendentes, reflexiones, fragmentos líricos y apuntes personalísimos en una mezcla hipnotizante en la que resuenan el stacato de la lengua japonesa y la brevedad del koan, el problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos en la tradición zen.
Almarcegui (Zaragoza, 52 años), una de las más reconocidas autoras de literatura de viajes en español (Una viajera por Asia central, Conocer Irán) y que ha reflexionado abundantemente sobre el género (El sentido del viaje, Los mitos del viaje), se lanza en su nuevo libro con el valor de una Freya Stark o una Isabelle Eberhardt a la búsqueda de una nueva manera de contar el viaje. Y así en las páginas el lector observa a la escritora en la estela del Eugen Herrigel de Zen en el arte del tiro con arco imaginando que tensa un arco invisible en el santuario de kyudo de la isla de Shikanoshima, examinando jóvenes extraños en el cruce de Shibuya, investigando el papel de las mujeres, evocando a los samuráis en los vendedores de pescado que despiezan sus presas en la lonja de Tokio, observando a estadounidenses obesos beber cerveza en las ruinas de la cúpula de la bomba atómica de Hiroshima, reviviendo películas de Mizoguchi o Kurosawa o explicando la increíble variedad del gran negocio de la prostitución: en los prostíbulos denominados imekura, los clientes representan con prostitutas sus fantasías sexuales, como tocamientos a colegialas en transportes públicos.
“El libro ha sido un encargo de la editorial”, dice Almarcegui tomando un agua en el bar del Institut del Teatre, un lugar muy conveniente para la escritora, que fue bailarina de ballet, experiencia que inspiró su novela La memoria del cuerpo. “Me dije, vale, pero voy a pensar en otra estructura que no sea la convencional del género de viaje, que no suene viejuno; tratar de dar un paso distinto, ya está bien de ese viajero omnisciente que tiene toda la verdad; reivindico al viajero como alguien errático, que comete errores, que salta de un viaje a otro, que no aprende, que se confunde, y que habla de lo que no sabe. Y he querido también experimentar con el lenguaje, darle un sentido musical, jugar con el ritmo, con las repeticiones”.
En varios casos hay como una coda que atraviesa el libro, unos leitmotiv, que van apareciendo. “Quería que la forma también explicara el viaje, y ese país, Japón”. Almarcegui señala que ha sido casualidad que esta inflexión en su escritura de viajes coincidiera con el libro de Japón. “Pero igual se me ha pegado algo de todo lo que he leído para ese viaje”, añade. Cuadernos perdidos del Japón está impregnado de reflexiones sobre el viaje y el viajero, algunas de autores japoneses (de los Cantares de Ise, de Basho, o de Nakajima: “El color del mar era como si hubieran derretido jade en leche”) y otras de la propia Almarcegui. “Los hoteles son la casa del viaje”, “los errores guían el viaje”, “las cosas hay que aprehenderlas en su movimiento” o la letanía “el viaje ha muerto. El fin del viaje. El viaje ha muerto. El fin del viaje…”, que recuerda esa idea que se repite desde hace más de 20 años.
A veces se encuentran frases muy inesperadas, como “el amor que se siente por un hombre depende en buena parte de sus despedidas”, o “follar de lado con la mirada perdida en los tatamis”. “Sí”, ríe traviesa Almarcegui, “hay en ocasiones un juego, una libertad, imágenes que fluyen y que se encadenan sin relación; mi voz se mezcla, se funde con otras”.
Pobreza y pornografía
En todo caso, la inmersión de la escritora en la cultura japonesa ha sido profunda: lecturas, cursos, el propio viaje (en realidad dos, en 2009 y 2018). Ha tratado de evitar “los tópicos”: no aparecen katanas (“¿para qué?”) ni harakiris ni kamikazes. En cambio, se habla de la pobreza, de la pornografía y de los baños termales, que apasionan a la autora.
De la conciencia feminista que resuena en el libro, las referencias al viajar siendo mujer (“¿y qué si soy mujer?, ¿y qué si viajo sola?”, “tenemos derecho a ir y tenemos derecho a volver”, “mujer en alerta”) y la inclusión de los pasajes sobre las dos turistas argentinas asesinadas en Ecuador en 2016, Almarcegui señala que es consustancial a su escritura, que se ha puesto en la piel de las dos víctimas y ha imaginado su terror (“y lo he pasado viajando”). Y deplora: “Ser una mujer que viaja sola es ser una mujer a la que continuamente le preguntan por qué lo hace”.
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