El esfuerzo para preservar la memoria más antigua de la humanidad
La tecnología no permite por ahora mejorar la conservación del arte paleolítico, pero sí realizar réplicas de gran calidad
La conservación del escaso arte paleolítico que ha llegado hasta nosotros, con una antigüedad de entre 40.000 y 10.000 años, se debe a un cúmulo de casualidades que se cumplen muy pocas veces y que, básicamente, se resumen en una: el aislamiento. En casi todos los casos, se trata de cuevas que quedaron selladas por un desprendimiento, desconectadas del mundo exterior durante milenios, con un microclima tremendamente precario, que cualquier cosa —la luz de las linternas, el CO₂ de la respiración, el calor del cuerpo humano— puede alterar de forma irreversible.
Desgraciadamente, esta lección se aprendió de la peor manera: la cueva de Altamira, en Cantabria, y la de Lascaux, en el Perigord francés, se abrieron al público en un régimen de barra libre, sin ningún tipo de control (hasta se fumaba y se comía dentro de ellas) durante décadas, hasta que las pinturas sufrieron una crisis que estuvo a punto de acabar con ellas. En Altamira, cerrada desde 2002, aunque antes de la pandemia recibía visitantes en un régimen muy estricto, la crisis no fue tan grave, pero en Lascaux faltó muy poco para que los bellísimos animales policromados se borrasen completamente.
La solución que defienden la mayoría de los prehistoriadores es realizar réplicas de gran calidad —las llamadas neocuevas— y dejar en paz el arte parietal. Por ahora, la tecnología no permite mejorar la conservación de pinturas prehistóricas, amenazadas también por el cambio climático, pero sí realizar copias exactas de las pinturas en un ambiente que trata de replicar el de una cueva. Las primeras neocuevas fueron precisamente las de Altamira y Lascaux, pero en los últimos 10 años, gracias a innovaciones tecnológicas, se han inaugurado dos réplicas espectaculares: las llamadas Lascaux IV y Chauvet II, situada en Ardèche y descubierta en 1994, que además han resultado un negocio espectacular con millones de visitantes.
Cada cueva ha creado un ecosistema diferente, y algunas permiten todavía visitantes con un cupo estricto —Tito Bustillo, en Asturias; Font de Gaume o Rouffignac y sus cien mamuts, en Perigord—, pero la tendencia es a cerrar y replicar, porque además el suelo esconde también un importante yacimiento que puede tardar décadas en excavarse y que debería mantenerse intacto. Algunas grutas, como Chauvet o Cosquer, no se han abierto jamás al público. Un cuento de Borges narraba la historia de un emperador que quería construir un mapa tan exacto de su país que al final se convirtió en un proyecto absurdo porque era igual al propio país. Pero esa idea, aplicada al arte prehistórico, tiene todo el sentido del mundo: de hecho, es la única forma de preservar la memoria más antigua de la humanidad.
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