El Wigmore Hall de Madrid despide temporada
El contratenor Iestyn Davies y el laudista Thomas Dunford cierran brillantísimamente el ciclo de conciertos 2020-2021 de la Fundación Juan March
El centenario Wigmore Hall, a dos pasos de Oxford Circus, en pleno centro de Londres, es uno de los grandes templos musicales europeos, donde han cantado o tocado la mayoría de los más grandes artistas del último siglo, de Gerald Moore a Benjamin Britten, de Yehudi Menuhin a Maksim Venguérov, de Francis Poulenc a Paul Hindemith, de Victoria de los Ángeles a Janet Baker o Lorraine Hunt. Por sus dimensiones, puede acoger únicamente recitales o conciertos camerísticos con grupos reducidos, que se celebran a diario, a menudo por partida doble, o triple, y a los que peregrina, sin fallar un día, un público incondicional y muy fidelizado. La Fundación Juan March es, sin duda, mutatis mutandis, su equivalente más cercano en Madrid, y quizás en España, pues comparte con él no solo un concepto de programar temáticamente, con cabeza y criterio (y no por aluvión o a golpe de los intereses de las agencias, que es lo tristemente habitual), sino también, en los últimos años, la presencia asidua de un buen número de artistas, que deben de empezar a sentirse tan cómodos en uno como en la otra. Es el caso, por ejemplo, de los grandes pianistas acompañantes británicos (Roger Vignoles, Julius Drake, Malcolm Martineau), muy presentes en ambos escenarios durante los últimos años.
Clausura de la temporada 2020/2021
Obras vocales e instrumentales de John Dowland, Giovanni Girolamo Kapsperger, Giovanni Ambrogio Dalza, Marin Marais, Henry Purcell, Robert de Visée y George Frideric Handel. Iestyn Davies (contratenor) y Thomas Dunford (laúd). Fundación Juan March, 26 de mayo.
En los pasados meses, desde la Wigmore St. de Londres y desde la calle Castelló de Madrid, se ha mantenido también prendida simbólicamente la llama de la música en vivo a través de sus transmisiones gratuitas en streaming, bien con la sala vacía o con un aforo muy limitado, y en ocasiones con los propios músicos presentando ellos mismos un programa previamente no especificado, como hizo András Schiff en el Wigmore Hall el pasado 7 de enero y como volverá a hacer el viernes y el domingo de esta misma semana. Los meses de silencio han servido también para remozar, y mucho, el Canal March, una plataforma audiovisual no solo para seguir las nuevas actividades, sino para revisitar las antiguas. Existen también notables diferencias entre una y otra institución, por supuesto, y la primera que viene a la mente es que los conciertos londinenses son de pago para el público presencial, mientras que la Fundación Juan March hace gala de la gratuidad de todas sus actividades, ya sean conferencias, exposiciones o conciertos. El Wigmore fundó también hace años su propio sello discográfico, a fin de legar a la posteridad conciertos históricos, mientras que la March, a día de hoy, aún no se ha aventurado por esos vericuetos, aunque sí ha decidido adelantar una hora todos sus conciertos, que ahora dan comienzo a las mucho más británicas que españolas seis y media de la tarde.
El recital con que la Fundación Juan March clausura su accidentada temporada (aunque se reserva la importante recuperación de un ballet de Roberto Gerhard, La noche de San Juan, a partir del 23 de junio) podría haberse celebrado perfectamente en el Wigmore Hall, tanto por la naturaleza del programa como por los artistas elegidos. De hecho, Iestyn Davies y Thomas Dunford tenían previsto ofrecer un recital muy semejante al que acaban de dar en Madrid el 22 de marzo del año pasado en la sala londinense, tan solo cinco días después de lo que fue el cierre generalizado en Gran Bretaña de todas las actividades no esenciales. El primero es uno de los grandes contratenores actuales, al que hemos visto brillar en Madrid en una versión de concierto de Rinaldo de Handel, y que cultiva también asiduamente el repertorio moderno: en el Festival de Aldeburgh fue un perfecto Oberon en A Midsummer night’s dream de Britten y está también muy vinculado a la música de George Benjamin, de quien ha interpretado tanto su ópera Written on Skin como su última composición vocal, Dream of the Song. El segundo es uno de los grandes portentos de la interpretación actual de la música antigua, una presencia habitual en la sección del continuo los mejores conjuntos historicistas, un solista y acompañante demandadísimo, además de fundador, con apenas treinta años, de su propio grupo, Jupiter, del que también forman parte la cantante Lea Desandre (la espléndida Despina del Così fan tutte del año pasado en el Festival de Salzburgo y el futuro Cherubino de Le nozze de Figaro que se estrenará en Aix-en-Provence y se verá la próxima temporada en el Teatro Real), el violonchelista Bruno Philippe y el clavecinista Jean Rondeau. También toca frecuentemente en trío con este último y con el percusionista iraní Keyvan Chemirani, fomentando las improvisaciones individuales y colectivas y el diálogo de músicas orientales y occidentales.
El programa que han traído a Madrid era un dechado de congruencia, de guiños y de elementos interrelacionados. La primera canción de Henry Purcell, por ejemplo, aunque forma parte de una de sus odas ceremoniales para el cumpleaños de la reina Mary (la compuesta el año de su muerte), se publicó en Orpheus Britannicus, el título de dos colecciones póstumas que recogían muchas de las mejores melodías del compositor, rebautizado como un nuevo Orfeo tras su prematura desaparición en 1695. La siguiente canción, By beauteous softness, está escrita a partir de un ground (un bajo que se repite incesantemente), y ambas tuvieron su contrapunto religioso en el himno Lord, what is man?, que abre el segundo libro de la Harmonia Sacra de Henry Playford. Tras un clásico de los recitales de Dunford, una Chaconne en Re menor de Robert de Visée, escuchamos una cantata profana del Handel italiano a partir de un texto del cardenal Benedetto Pamphili, que se abre con un recitativo, también en Re menor, y cuyas dos arias, y el segundo recitativo, hacen referencias constantes tanto a Orfeo como a la armonía (“Sì soave armonia”, “all’armonia di novello Orfeo”).
Así siguieron encadenándose canciones y piezas instrumentales, jamás al azar, sino con hilos conductores más visibles o más ocultos. Otro gran protagonista de la tarde fue John Dowland, representado por sus tres libros de canciones, por la gallarda del rey de Dinamarca incluida en sus Lachrimæ, así como por una muestra de A Musicall Banquet, la sombría y extraordinaria In darknesse let mee dwell, contrapuesta, casi como un oxímoron, a Sweeter than roses de Purcell. En un poema en latín incluido en el proemio de The First Booke of Songs, Dowland aparece también comparado con Orfeo y enseguida surgieron nuevas conexiones con un aria de Handel extraída de L’Allegro, Il Penseroso ed il Moderato, cuyo primer verso (“Apártame de la mirada estridente del día”) parece querer habitar el mismo territorio de oscuridad del melancólico sujeto poético de Dowland. Aún hubo tiempo para un pequeño homenaje de Dunford a sus padres, ambos violagambistas, con una versión para laúd de Les voix humaines, de Marin Marais, a introducir una pequeña referencia musical al país que los acogía (la Calata alla spagnola, de Giovanni Ambrogio Dalza) y para coronar todo el edificio con un regreso al Purcell sacro, otra vez con su larga secuencia de aleluyas finales y un diseño repetido en el bajo a modo de ground, en el An evening hymn conclusivo.
A un programa tan perfectamente armado le dieron vida dos músicos excepcionales, que se entenderían aun estando en habitaciones separadas. Juntos se convierten, cerrando los ojos, en un solo intérprete que canta al tiempo que toca el laúd. Los dos hacen música al más alto nivel con lo que parece una asombrosa facilidad. Inmersos desde su infancia en ambientes musicales, su fraseo es siempre natural y espontáneo, jamás forzado, artificioso o impostado. Iestyn Davies, un eslabón más de la gloriosa tradición de modernos contratenores británicos que arranca con Alfred Deller, prosigue con James Bowman o Paul Esswood y llega, hasta el momento, a Alexander Chance, ha sido el perfecto antídoto del Giulio Cesare que escuchamos el domingo en el Auditorio Nacional. Expresividad y dicción son el norte que guía en todo momento su canto, poblado de pequeños matices que confieren a cada pieza la personalidad justa. Hubo ornamentación en las repeticiones merecedora de transcribirse y enseñarse en los conservatorios, aun cuando fuera tan generosa como la de la quinta estrofa de Come again sweet love. O detalles prodigiosos, como el trino lento, con tan solo un par de batidos, en la cadencia final del aria de Saul de Handel (“And heal his wounded soul”). Su bellísimo timbre y una voz maleable y homogénea en todos los registros hacen el resto.
Thomas Dunford parece haber nacido con un laúd entre las manos. Tocado por él, parece un instrumento omnímodo, omnipotente, capaz de enfrentarse a cualquier repertorio y de dar vida, con una claridad asombrosa de todas las voces, a cualquier entramado polifónico. Improvisó transiciones entre las diferentes piezas, tocó casi siempre de memoria, y creativamente, como si fuera él quien estuviera imaginando la música en ese momento, una ilusión que saben transmitir únicamente los elegidos, y que en el recital resultó especialmente creíble en A Dream de Dowland o en la ya citada Chaconne de Robert de Visée, tan diferente a las chaconas sobre un ground inmutable de Purcell. Su manera de inventar las voces superiores a partir de la línea del continuo, de crear melodías en perfecto contrapunto, de introducir innumerables gradaciones en la supuesta dinámica reducida del laúd, de respirar exactamente allí donde la música lo requiere, de cazar al vuelo cualquier inflexión o libertad de su compañero, es una fuente inagotable de asombro. No es de extrañar que se lo disputen todos los grandes grupos barrocos, porque tenerlo a él en el continuo es siempre garantía de unos cimientos sólidos, creativos, flexibles y poéticos. Su cara aniñada acentúa nuestra incredulidad de que, a su edad, se pueda ser un músico tan completo y tan insólitamente maduro.
Al final del concierto, asistimos a un segundo –y doble– cierre del círculo. En la primera pieza ofrecida fuera de programa, Davies y Dunford volvieron a rescatar al personaje de Orfeo con una espléndida canción de Ralph Vaughan Williams, Orpheus with his lute, a partir de un texto del Enrique VIII de Shakespeare. Después, como los aplausos seguían arreciando, se atrevieron con Tears in Heaven, la famosa canción de Eric Clapton, que sirvió para establecer un puente simbólico con Flow my teares, la canción de Dowland que utiliza la misma melodía de sus Lachrimæ, con su melancólico tetracordo descendente inicial. Es decir, que, por decirlo con la terminología del propio compositor inglés, tras haber oído mediado el concierto las Lachrimæ Antiquæ, abandonamos la sala después de sonar las Lachrimæ Antiquæ Nouæ. La temporada de conciertos de la Fundación Juan March ha tenido, como casi todas –aquí, en Londres y en cualquier ciudad del mundo–, un comienzo y un desarrollo lleno de baches y abruptos silencios sobrevenidos. Pero no ha podido tener un mejor final.
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