Siri Hustvedt: “Descartes se equivocó, no somos únicamente nuestra mente”
La escritora cuestiona en su nuevo ensayo, ‘Los espejismos de la certeza’, algunos paradigmas científicos como el determinismo de la genética en la personalidad o la separación entre cuerpo y cerebro
La duda, escribió Simone Weil, es la virtud de la inteligencia. Y, añade Siri Hustvedt (Minnesota, 66 años), una necesidad. Debe dudarse de todo lo establecido en todo momento, y en especial, de aquello que ha sido estudiado y descrito por una minúscula parte del planeta, aquella que podría decir de sí misma “soy tipo blanco, rico y con sentido de privilegio, lleno a reventar de testosterona y programado para la felicidad”, y añadir un “culpad a mis genes” en el que caso de que eso represente algún problema. El título del último ensayo de la novelista y ya reputada experta en neurociencia, Los espejismos de la certeza (Seix Barral) apunta y dispara contra eso para derribar altos muros como el de la importancia de la genética, los prejuicios de género, y hasta la idea misma de que aquello que somos tiene que ver con nuestro cerebro, pero no solo con él.
“Descartes estaba completamente equivocado en su idea de separar cuerpo y mente y con él buena parte de los paradigmas de la neurociencia. La mente no está hecha de una sustancia distinta al cuerpo”, sentencia la escritora. Está en su casa, en Brooklyn. Hay una chimenea a sus espaldas, y una pequeña librería. He aquí la base sobre la que pivotan los capítulos de este ensayo de ensayos en el que Hustvedt, premio Princesa de Asturias de las Letras, va un paso más allá en aquello que la obsesiona desde que descubrió, en la universidad, que las personas que padecen afasia – pérdida del habla – “lo primero que pierden son los pronombres, que es precisamente lo último que aprenden a decir los niños”. Se preguntó entonces por qué ocurría, y empezó a leer compulsivamente todo lo que se publicaba respecto a la forma en que el cerebro nos modela y ha ido, con el paso de los años, derribando, uno a uno, infinidad de mitos.
Por ejemplo, el de la genética. Dice Hustvedt que “el genoma no es el dictador de nuestra personalidad”, que pensar en el ADN como en algo que determina lo que somos es pensar de una forma “en extremo rígida”, “el gen es algo obsoleto, caduco”, llega a asegurar, porque ocurren “infinidad de cosas” desde que somos concebidos hasta que morimos que no tienen por qué tener que ver con la genética. “La personalidad no es un estado físico, es algo en marcha, que cambia constantemente, y no se aloja en un único lugar”, asegura. El sistema endocrino, encargado de producir hormonas como la testosterona y la progesterona, “claves en nuestras reacciones”, por ejemplo, la moldea tanto como nuestro cerebro. “De ahí la importancia de no dejar fuera al cuerpo cuando se habla de lo que somos”, insiste.
Sobre la aún extendida idea de lo distintos que son el cerebro femenino y el masculino, primero dice que “lo que pasa con la divulgación neurocientífica es que, como se expone en un idioma incomprensible para la sociedad, lo que los medios reproducen es aquello que conocen, y se limitan a refrendar lo que están dispuestos a creer, obviando la complejidad real”. Y luego se centra en el debate sobre la testosterona, al parecer, para buena parte de neurocientíficos –hombres– la responsable de todo lo que su parte de la especie ha conseguido. “Me lo he pasado pipa leyendo sobre testosterona, ¡y la única conclusión a la que he llegado es que hoy se admite que no se sabe nada aún! Nuestras hormonas fluctúan, y el binarismo según el cual la testosterona corresponde a los hombres y los estrógenos a las mujeres es falso”, dice.
Así, aunque “en los hombres la testosterona circulante es mayor”, en un despacho de abogadas “hay más testosterona” que un día cualquiera de un hombre casado, como apunta en uno de los ejemplos del libro. “Es decir, el sistema endocrino la segrega como respuesta a la necesidad de agresividad, no tiene por qué estar ahí antes, y de todas formas, el debate se vuelve absurdo cuando pensamos en cómo funcionan las mismas hormonas en otros seres vivos como las plantas, ¿o es que vamos a creernos que existen las plantas agresivas?”, se pregunta, y se ríe. Por otro lado, apunta: “Sin duda, las mujeres que han estado al mando, y estoy pensando en la reina Isabel I, por ejemplo, no han sido nada distintas de lo que habría sido un hombre, ¿y si el género nunca hubiese importado, y todo hubiese sido cosa de esa fluctuación hormonal?”.
En ese sentido, el problema sigue siendo, dice, que “es difícil separar la ideología de la ciencia”. “La manera binaria de analizar las realidades hormonales, sin ir más lejos lo ha distorsionado todo desde el principio”, añade. Pero no solo eso. “La tendencia a clasificar no surgió con las ciencias biológicas, la heredamos de los filósofos griegos, ellos polarizaron lo racional y lo irracional, como si fueran entidades diferentes, y dieron un gran valor a lo racional, que ha dominado la mayor parte de las culturas occidentales y también la investigación”, dice.
Y pese a todo, en ningún caso puede estudiarse el cerebro como algo ajeno al cuerpo que habita. “Y por eso la conciencia se ha convertido en un monstruo filosófico y científico”, asegura. “Está bien tener una visión de conjunto. Lo hemos visto durante esta pandemia. Los epidemiólogos nos han ayudado, trabajando sobre estadísticas, lejos de la realidad”, dice, pero no basta con eso. “Como decía Ben Dupré, no somos cosas, somos procesos, un proceso continuado que no puede detenerse y que termina en la muerte, ¿qué soy yo? Sí, algo con unos rasgos determinados, pero poco más. Estoy, como decía Simone de Beauvoir sobre el cuerpo, siempre ‘en situación’, en camino”, añade. ¿Y está ese camino dirigiendo al cerebro humano en su conjunto a algún otro lugar, podría haber otro homo sapiens en marcha? “Esa es una cuestión clave, ¿se ha detenido la evolución o continúa? Los cerebros no son plásticos hasta el infinito, y además, tienden a conservar, retroceden ante cualquier peligro, cambian para quedarse igual, así que no hay forma de que podamos saberlo”, concluye.
Babelia
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