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Universos paralelos
Columna
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Rezando a San John Coltrane

Cada domingo, se celebra una misa al mediodía donde sus líderes —ahora proclamados arzobispo, arcipreste, reverendos— tocan, cantan y predican

John Coltrane en Copenhague en 1961.
John Coltrane en Copenhague en 1961. jazz archive / redferns
Diego A. Manrique

A John Coltrane (1926-1967) no le habría gustado. Cuatro años después de su muerte, unos seguidores de San Francisco fundaron una iglesia para celebrar su legado. La Saint John Coltrane Church, con algunos cambios de denominación y localización, sigue activa. Cada domingo, celebra una misa al mediodía donde sus líderes —ahora proclamados arzobispo, arcipreste, reverendos— tocan, cantan y predican. Y lo hacen estupendamente, por cierto.

La Iglesia de Coltrane forma parte ahora de una comunidad religiosa con mayor raigambre y mejor financiación, la African Orthodox Church. Para la integración se requirió una negociación teológica: los ortodoxos no podían aceptar la menor sugerencia de la divinidad del saxofonista; sus devotos insistían que, en sus directos, se manifestaba el Espíritu Santo. Hubo acuerdo en canonizar al difunto, convertido oficialmente en San John Coltrane.

Ya sé que se presta a bromas, en la línea de aquel supermercado espiritual del periodista Robert Greenfield. Pero hay algo admirable en esa facilidad estadounidense para crearse un cristianismo a la medida. Y aquí tiene sentido, dada la función aglutinadora de la religión para los afroamericanos. Incluyendo los músicos: Jimi Hendrix hablaba de la Electric Church para referirse a sus jam sessions, mientras que Coltrane materializó sus búsquedas en un disco monográfico, A Love Supreme (1965).

Es la piedra fundacional del llamado jazz espiritual, que floreció con compañeros de viaje de Coltrane, como Pharoah Sanders y su viuda, Alice Coltrane. Jazz melódicamente simple, con elementos exóticos, referencias místicas, ocasionales cánticos. Un subgénero poco valorado por la crítica, siempre tan agnóstica, aunque ahora haya revivido con Kamasi Washington.

Para muchos adeptos del jazz, Coltrane resultaba abrumador. Le habían conocido en los años cincuenta, cuando consumía heroína. Nada extraño en su mundillo, claro, pero encima estaba el lastre de su torrencialidad: como lamentaba uno de sus jefes, Miles Davis, empezaba a tocar y no sabía parar. Tanto fuera como dentro del escenario: hay testigos que recuerdan ver su boca sangrando, tras demasiadas horas de ensayo con sus diferentes saxos.

Sabemos menos de sus años tranquilos: casado con Alice, se instaló en una casita de Long Island, convertido en padre de familia. Su imagen de Buda de los Suburbios se complica cuando nos cuentan que probó el LSD en la misma época que trabajaba en A Love Supreme. Conviene recordar que el ácido era entonces una sustancia legal, aunque restringida a psicólogos e investigadores. Músicos de rock como The Byrds o The Grateful Dead creían reconocer a Coltrane como compañero de experiencias lisérgicas cuando intentaban recrear sus “sábanas de sonido”.

¡Paren los caballos! Sería simplón retratar a Coltrane como paladín de la psicodelia o de la fusión. Durante sus últimos años, muchos colegas intentaron salvarse del naufragio interpretando canciones de The Beatles. Lo más inglés que grabó Coltrane fue Greensleeves, la balada del siglo XVI. Fue un intento de repetir su mayor éxito comercial hasta entonces, su versión valseada de My Favorite Things. Nada hay de indigno en esa jugada: hasta San John Coltrane debía proveer a los suyos.


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