El hombre invisible
El caso de John Simon, productor exquisito y artista de culto… en Japón
Saludemos a otro ilustre desconocido: un productor de primera división que se reinventó como cantante-compositor. A John Simon no le ayudó su nombre, que compartía con un agrio crítico neoyorquino de cine y teatro. Además, de natural bondadoso, dejó que demasiada gente se aprovechara de él.
Pero ahí están sus méritos. Produjo media docena de los discos clave de los años sesenta: el estreno de Leonard Cohen, el Boookends, de Simon & Garfunkel; el Cheap Thrills, de Janis Joplin con Big Brother and The Holding Company; el Child is Father To The Man, de Blood Sweat & Tears, y las dos primeras entregas de The Band.
Comenzó como productor de plantilla en Columbia Records, dónde consiguió materializar álbumes del pensador Marshall McLuhan, de las grabaciones de las audiencias públicas que acabaron con el senador Joe McCarthy e incluso de un grupo vocal llamado, atención, los Woodstock Jesuit Singers.
Ayudaba que fuese músico, aunque suele insistir que la principal labor del productor en el estudio es psicológica. La experiencia de trabajar con The Band —con su “extraordinaria paleta vocal”— le hizo añorar los escenarios. Se ofreció a tocar con The Band; le respondieron que ya contaban con dos teclistas, aunque recurrieron a él como director musical para el rodaje de The Last Waltz.
A principios de los setenta, Simon grabó un par de elepés para Warner, John Simon’s Album y Journey. No tenía grandes facultades como cantante, pero le salió música tan ecléctica como erudita: intenten imaginar un cruce entre Randy Newman y Van Dyke Parks (espesado con jazz en la segunda entrega). Sin él saberlo, se convirtieron en discos de culto en el mercado japonés. Veinte años después, Simon fue rescatado por la rama discográfica de Pioneer, donde registró varios álbumes. Actuó con frecuencia por Japón, para públicos selectos y enterados. Y no, apunta, nunca sufrió las humillaciones del personaje de Bill Murray en Lost in Translation.
Grabar como solista atípico es saludable, pero también tiene inconvenientes: la industria te encajona como excéntrico, alguien querible pero peligroso. En los setenta, John Simon produjo esencialmente cantantes minoritarios, tipo Bobby Charles, Cyrus Farrar, Rachel Faro, Michael Franks, Hirth Martinez. Al no generar éxitos como los de la década anterior, los encargos se fueron espaciando.
Quizás no se supo vender. Cuando elaboró Cheap Thrills, el falso directo que presentó a Janis Joplin al mundo, decidió no firmar, influido por una teoría que sugería que, si renuncias al ego, disfrutas de mayor libertad creativa. Eso tuvo desagradables consecuencias monetarias: no se le ha acreditado en discos póstumos de Janis que, técnicamente, él había producido.
Tampoco cobra por los dos primeros discos de The Band, debido a las trapisondas del manager Albert Grossman, que murió en 1986 sin normalizar su método de repartir personalmente las regalías, como un rey otorgando favores a sus súbditos. Para más inri, Universal —que controla ahora ese catálogo— no le ha llamado para participar en las reediciones ampliadas de Music from Big Pink y The Band, prefiriendo encargar nuevas mezclas a Bob Clearmountain, que ni siquiera estuvo en las sesiones de grabación originales.
Hay otra anécdota reveladora que cuenta Simon en sus memorias, Truth, Lies & Hearsay. Invitado por Eric Clapton a su mansión, le confesó que sentía no haber terminado de aprender a tocar la guitarra. Clapton le respondió que seguramente lo había intentado con una guitarra mala. Y, contradiciendo su reputación de tacañería, le regaló una eléctrica que había usado en los tiempos de Cream. Unas horas después, Simon le devolvió el instrumento: “No me veo como guitarrista”. Años después, cuando Simon estaba siendo asediado por el IRS (la Hacienda estadounidense), lamentaría aquel gesto; subastar una guitarra histórica de Clapton le hubiera ayudado a saldar su deuda.
Babelia
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