Los navegantes derrotados por el oro de los mares del Sur
El filólogo Juan Gil recuerda en un ensayo a los aventureros de la Corona de España que surcaron el Pacífico en el siglo XVI, atraídos por la leyenda de una isla repleta de riquezas
En la estela de los viajes extraordinarios que protagonizaron Colón, Magallanes y Elcano, hubo otros navegantes, también bajo la corona española, que surcaron el sur del océano Pacífico en la segunda mitad del siglo XVI, en busca de una isla que se fantaseaba era un maná de oro. Sin embargo, sus fracasos en esta empresa los hizo ser olvidados. Nombres como los de Álvaro de Mendaña, Pedro Fernández de Quirós o Diego de Prado, cuyos memoriales de aquellas travesías ha rescatado el miembro de la Real Academia Española (RAE) Juan Gil en el libro En demanda de la isla del rey Salomón, editado por Biblioteca Castro. Un ensayo sobre un “mito áureo que embaucó tanto al vulgo como a los descubridores”, escribe Gil (Madrid, 81 años), gran estudioso de Colón y de El Dorado. “Había un entramado de leyendas que venía de la antigüedad”, dice por teléfono. “Según un relato medieval, los navegantes encontrarían que la arena de esa isla era oro. Además, la Biblia había recogido que Salomón construyó su templo en Jerusalén con el oro, plata y maderas preciosas de ese lugar”. No obstante, la tradición también advertía de que unas gigantescas y feroces hormigas custodiaban tales riquezas.
El primer envite fue el de Álvaro de Mendaña desde el Callao (Perú), de donde partió al mando de dos navíos el 19 de noviembre de 1567, misión que se le encomendó con solo 25 años gracias a ser sobrino del gobernador. Este aprovechó para embarcar con su pariente a “rebeldes e indeseables de Lima”, dice Gil, lo que convirtió a la marinería en carne de amotinados, que obligaron a Mendaña a regresar cuando escaseó la munición y aumentaron los enfermos. La larga travesía de vuelta fue terrible: tempestades, hambre… Por fin tocaron tierra en Colima (México), a finales de enero de 1569. “Se descubren las islas, pero se cuenta que ‘no hubo muestra de especiería, ni de oro ni plata…”.
Mendaña se enfrentó además en su viaje a un malo de película, Pedro Sarmiento de Gamboa, un astrólogo que malmetía sobre el rumbo que se llevaba. “El eterno debate entre cosmógrafos y navegantes”, señala el autor. “Sarmiento era un sabio y el capitán, un mozalbete, por eso chocaban”. El relato de Mendaña, del que se conserva un manuscrito copia del original en el Archivo de Indias, en Sevilla, “ofrece una visión sesgada, en la que Sarmiento ocupa un lugar poco airoso”. Al regreso, Sarmiento escribió a Felipe II para poner a caldo a Mendaña y atribuirse el mérito de las tierras descubiertas. El capitán no se arredró y viajó hasta la corte a Madrid para hablar con el rey Prudente, al que debió de convencer, ya que le otorgó títulos y dinero que le permitieron preparar su segundo viaje, que, sin embargo, no fraguó hasta ¡30 años después!, en 1595, con el portugués Pedro Fernández de Quirós como piloto mayor.
En el ínterin, Mendaña sufrió las mazmorras por unos dineros no justificados y sus deseos de volver a la mar toparon con la irrupción en el Pacífico “del capitán Francisco”, como describió al pirata inglés Francis Drake. Mendaña se casó, por conveniencia, con Isabel Barreto, hija de un rico mercader, cuya dote le permitió intensificar los preparativos, y que le acompañó en su segundo viaje. Esta vez con cuatro naves, volvió a enfrentarse al descontento de la tripulación por no hallar oro, sino hambre y enfermedad. Mendaña también falleció y en el testamento dejó a su esposa al mando, “algo inverosímil”, continúa Gil. Los pocos supervivientes, exhaustos, llegaron de milagro a Filipinas, capitaneados por la viuda, que se negó a compartir los víveres y agua que tenía. “Miró por sí misma con calculadora frialdad. Es un viaje con todos los componentes de una tragedia”. Fernández de Quirós hizo su propia relación de este periplo, con un estilo más literario, “concentrado y sentencioso, dado a las elipsis, antítesis y juegos de palabras”.
Gracias a su experiencia, Fernández de Quirós se convirtió en el siguiente buscador de las riquezas de Salomón. “Un megalómano en cuyas cartas se codeaba con Colón y Magallanes. Con gran capacidad de persuasión gracias a su labia torrencial”, lo describe Gil. Así logró el beneplácito del Papa, al que visitó en Roma, para asegurarle que su viaje tenía como fin salvar almas en esas desconocidas tierras australes. Recibió el apoyo de Felipe III y partió el 21 de diciembre de 1605.
Como con su predecesor, el viaje estuvo marcado por los aires de motín. “Pero el que acaba desertando es él, porque se le rebelan los hombres, que están a punto de tirarlo por la borda. Al final, les da pena y lo dejan en su camarote, de donde no sale”. Este fracaso le valió a su regreso la reprimenda del gobernador. Mientras, una de las naves, al mando de Diego de Prado, decide continuar con el plan. Costeó Nueva Guinea, “quizás vio Australia” y tras pasar por las Molucas llegó a Cavite, en mayo de 1607. En las cartas a Felipe III, Prado se desquitó de la experiencia con Fernández de Quirós: “Todo lo que dice es mentira y falsedad” y terminaba con una recomendación a su majestad: “Que no gaste su hacienda con semejantes”. La Relación sumaria de Prado incluye descripciones del graznido de las aves, los aromas de los árboles o cómo parían las mujeres papúas, a las que se les arrojaba agua por cuello, pechos y espalda durante el parto porque así “no sienten tanto los dolores”.
En su introducción de más de 300 páginas a estos y otros memoriales, Gil concluye que la colonización española de esas tierras fracasó por dos motivos: “La resistencia de los aborígenes”, con los que se intentó la vía pacífica, pero se acababa siempre a arcabuzazos. “Había varias razas muy guerreras. Al principio les podía hacer gracia ver a los españoles, que les hacían regalos, pero al final querían que se marchasen y si esto no pasaba...”. La otra razón fue “la falta de apoyo logístico”. “Era una locura asentarse a tantas millas de Lima, de donde tenía que llegar la ayuda”. El propio Fernández de Quirós calificó aquellas empresas como “la tragedia de unas islas donde faltó Salomón”.
Isabel Barreto, capitana, gobernadora y comerciante
Isabel Barreto acompañó a su marido, Álvaro de Mendaña, en su segundo viaje en busca del oro de la isla del rey Salomón. Cuando este falleció en una isla del Pacífico, la dejó en el testamento como gobernadora de esas tierras y al mando de la expedición, que llegó con una nave, de tres, a Cavite. En esa travesía murieron 50 personas, mientras la viuda se negaba a compartir sus víveres y el agua. Las crónicas la describen como una mujer “despótica y de carácter indómito”. En su descargo, que mantuvo a raya a una marinería desesperada. Atracaron, exhaustos, el 11 de febrero de 1596. Meses después, se casó en Manila con el capitán Fernando de Castro. La pareja se embarcó de vuelta a Perú y porfió ante el virrey para que los derechos sobre las tierras descubiertas por Mendaña pasasen a ellos. De paso, Barreto quiso organizar un nuevo viaje para ser la señora de las islas Salomón, pero la burocracia lo retrasó. Se cree que murió en su Galicia natal.
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