Lise Davidsen eclipsa a todo y a todos en ‘Fidelio’
La joven soprano noruega destaca con mucho sobre la producción y el resto del reparto en la Royal Opera House
Todos somos un nido de contradicciones y los genios no son inmunes al virus de aplaudir o defender una cosa y su contraria. Beethoven, el más humano de los genios, incurrió en constantes incongruencias políticas, secundando los ideales revolucionarios franceses al tiempo que cortejaba y se dejaba agasajar por la aristocracia vienesa, que encarnaba justamente los valores opuestos. Y cuando su antaño admirado Napoleón Bonaparte fue definitivamente derrotado, a Beethoven tampoco le dolieron prendas al ensalzar a las absolutistas potencias vencedoras, bien es verdad que con obras efectistas, simplonas e incluso histriónicas. Fidelio se estrenó pocos meses antes de que comenzaran las sesiones del Congreso de Viena, pero había conocido dos fallidos avatares anteriores, con distinto título (Leonore) y con diferencias ostensibles entre las tres versiones, las dos primeras (1805 y 1806) coetáneas de la irresistible expansión territorial francesa, con Napoleón instalado nada menos que en el palacio de Schönbrunn, la que fuera residencia veraniega de los emperadores austriacos.
Lo menos importante de Fidelio (o Leonore) es su peripecia argumental. Lo verdaderamente trascendente son los símbolos que esconde, los iconos (más que personajes) enfrentados que representan una idea y su negación. Libertad y opresión, amor e interés, justicia y tiranía, virtud republicana y despotismo: la ópera avanza a hombros de conceptos que los libretistas contrapusieron con cierta simpleza, pero que Beethoven engrandeció y clarificó con su música, volcada más que nunca al servicio de una ideología. “L’homme est né libre, et partout il est dans les fers” (“El hombre nace libre, y en todas partes se halla encadenado”): así comienza el primer libro de Du contrat social (1762), de Jean-Jacques Rousseau. Éste es también realmente el punto de partida de Beethoven, que escribe su única ópera sobre un preso injustamente aherrojado en una oscura mazmorra imbuido del espíritu revolucionario francés: Fidelio trata, en fin de cuentas, de la liberación de una prisión, exactamente el mismo hecho que desencadenó la Revolución Francesa tras la toma de la Bastilla.
Montar Fidelio en un escenario no es una empresa nada fácil. La ópera comienza como una intrascendente comedia doméstica y acaba casi como un oratorio (de “una misa” llegó a calificarla incluso Wilhelm Furtwängler). Ambos elementos son igualmente importantes, porque el primero es muy probablemente un trasunto de la vida privada de Beethoven y su enamoramiento de la condesa Josephine Brunsvik, inaccesible precisamente por la diferente condición social de uno y otra. Leonore y Florestan (ambos también aristócratas) representan aquello de lo que el compositor no pudo nunca disfrutar: “el triunfo del amor conyugal”, como reza el subtítulo del libreto de la segunda versión. Y quizá no sea descabellado ver en el "aterrador silencio" ("grauenvolle Stille") sobre el que canta Florestan en su aria una referencia expresa a la desgarradora sordera del compositor.
Luego está el elemento ideológico: la fidelidad a unos principios, a unos valores políticos que nada tienen que ver con los que defendían las naciones vencedoras representadas en el Congreso de Viena. Tobias Kratzer, el director de la nueva producción que acaba de estrenar la Royal Opera House el domingo por la tarde, ha separado ambos ámbitos, que él hace coincidir estrictamente con los dos actos de la ópera, de una manera casi radical. El primer acto se desarrolla en una prisión en cuya puerta ondea la bandera francesa (no hay rastro de la ambientación sevillana original). Tanto la escenografía como el vestuario son de época y casi nada hace pensar que estamos ante un cultivador sin complejos del Regietheater, como demostró el pasado verano con su Tannhäuser estrenado en Bayreuth. Aquí se ha mostrado mucho más comedido y el mayor intervencionismo se reduce en el primer acto a unos diálogos que ha decidido aligerar y reescribir en gran medida, con algunos añadidos de su cosecha, como un par de frases que Georg Büchner pone en boca de Hérault en el primer acto de La muerte de Danton: “La revolución debe terminar y la república debe comenzar. (...) Cada cual debe poder disfrutar a su manera”, le dice Rocco a su hija Marzelline antes de cantar su aria. Y Don Pizarro entra en escena con vivas a la república y haciendo suya una lección moral de Robespierre (también procedente de Büchner, ahora del segundo acto): “Quien tiemble en este instante es culpable, porque la inocencia no tiembla jamás ante la vigilancia pública. (…) Solo los criminales y las almas infames temen ver caer a su lado a sus semejantes. (...) Pero el número de canallas no es grande. Tenemos que dar con unas pocas cabezas y la patria estará salvada”. Dos adendas cuando menos extrañas en una ópera de ambientación monárquica, aunque durante la obertura Kratzer nos muestra las cabezas de varios presos de la cárcel que acaban de ser guillotinados y cuyos nombres Rocco, el carcelero, tacha de una lista. ¿El Terror?
Más allá de la superficie, el afán intervencionista de Kratzer siembra la trama de incongruencias: Rocco habla de Florestan (de cuya existencia y estado nadie debe saber) y de los planes para matarlo en presencia de un tropel de personas; Leonore canta su aria (en la que menciona expresamente a su “marido”) con Marzelline a su lado, a pesar de que ante ella debe ocultar a toda costa su condición de travestida a fin de poder llevar a cabo su firme propósito de salvar a Florestan; la sexualidad desinhibida de Marzelline, intentando bajar a dos pasos de su padre los pantalones de Florestan en su dormitorio, casa mal con la ambientación de época, mientras que su insistencia en que le bese (después del trío) y sus repetidas acusaciones de que miente (después del aria de Leonore) redundan muy poco en la credibilidad del personaje. Tampoco se entiende que se omita que es Leonore quien convence a Rocco para que deje salir a los prisioneros de sus celdas para respirar al aire libre, otro momento crucial que la puesta en escena deja decididamente de lado.
En el segundo acto todo cambia. El escenario es, de repente, moderno, una amplia sala de paredes blancas, desnudas, con lo que semejan ser los asistentes a un funeral, todos vestidos de negro y observando fijamente, en el centro de la habitación, a un hombre encadenado, sucio, harapiento, desgreñado, lleno de heridas. Es Florestan, por supuesto, que canta su aria no en la lobreguez de su mazmorra, sino delante de todas estas personas sobre una roca negra en una suerte de teatro dentro del teatro. El brusco choque temporal tiene, por fin, un impacto muy positivo, como lo tiene la aparición posterior por la puerta de Rocco y Leonore con las mismas ropas con que los despedimos al final del primer acto dispuestos a llevar a cabo el siniestro cometido ordenado por Don Pizarro/Robespierre. Sabemos, sin embargo, que Leonore no lleva su pistola, porque ambos han sido cacheados por un soldado del gobernador de la prisión, que se la ha arrebatado y entregado a su superior. Kratzer quiere huir a toda costa de ser convencional y después del cuarteto del segundo acto Marzelline y, luego, Leonore rescatan varias frases del discurso fúnebre que escribió otro contemporáneo, Franz Grillparzer, para que fuera leído el día del entierro de Beethoven y las dirigen a los espectadores de la acción sobre el escenario. ¿Florestan/Danton como álter ego del compositor, como alguien recluido y apartado –física o mentalmente– del mundo?
Esto provoca que el famoso “¡Mata primero a su mujer!” que debería cantar la potencialmente tiranicida Leonore pistola en mano, apuntando a Don Pizarro, resulte asimismo poco creíble. Y la última bala que se guarda Kratzer en la recámara es que será Marzelline quien dispare al gobernador, blandiendo ella la pistola y, por si esto fuera poco, también la trompeta que anunciaba la llegada del ministro, como si hubiera sido ella quien la ha tocado: una moderna, activa y republicana Marianne en vez de una caprichosa e insulsa jovencita. Nada de esto reviste el mayor interés, pero la presencia en todo momento del coro haciendo las veces del pueblo, fuera del tiempo, primero mudo y luego cantando al final del acto, sí que la tiene. Observamos sus rostros de cerca, reaccionando ante la miseria de Florestan en un vídeo filmado sobre el escenario (la tableta de chocolate que vemos comer a una mujer es otro de esos hallazgos suprimibles) y son ellos mismos quienes arrebatan sus armas y dan muerte a los soldados de Don Pizarro en el comportamiento más genuinamente revolucionario de la puesta en escena. Lástima que en el extático dúo de Leonore y Florestan, O namenlose Freude!, de inequívocas resonancias sexuales, la pareja se muestre incluso reacia a tocarse hasta que por fin se funden en un casto abrazo. Tras el último acorde, Jaquino se queda solo en escena, puñal en mano, como el gran perdedor de esta batalla amorosa, ideológica y temporal. Kratzer había regalado al menos poco antes al habitualmente feble y episódico personaje de Marzelline un momento de gloria no previsto ni por Beethoven ni por sus libretistas. Él termina, en cambio, en tierra de nadie, con la sola gloria de ocupar en solitario el escenario iluminado antes de que baje el telón.
En lo musical, y haciendo bueno el título de cualquiera de las tres versiones de la ópera, todas las miradas estuvieron clavadas fijamente en Fidelio/Leonore, encarnada por la soprano Lise Davidsen. La cantante noruega solo había cantado hasta ahora dos pequeños papeles en la Royal Opera House (Ortlinde en Die Walküre y la tercera norna en Götterdämmerung en la reposición del Anillo de Keith Warrner en el otoño de 2018) hasta este debut en un papel protagonista, siempre con Antonio Pappano como director musical, quien la ha definido como “una voz entre un millón”. Aunque madurará y mejorará a buen seguro, es difícil imaginar hoy día una Leonore más idónea vocalmente, con semejante homogeneidad en todos los registros, con un timbre tan atractivo y con un despliegue inagotable de recursos dinámicos. Además, no tiene que aparentar ser joven porque, a sus exultantes 33 años recién cumplidos, lo es. Su exigentísima aria del primer acto fue largamente aplaudida (fue la única en serlo) y en todos los conjuntos en que participó su voz destacó con mucho sobre todas las demás: por calidad, por potencia, por musicalidad, por adecuación a su personaje. No brilló excesivamente como actriz, pero ningún cantante se lució en este apartado por la muy pobre dirección de actores de Tobias Kratzer, más volcado en sus hallazgos conceptuales y sus pequeños golpes de efecto. En Aix-en-Provence, Davidsen, muy bien dirigida por Katie Mitchell, fue, sin embargo, una excelente protagonista de Ariadne auf Naxos. No cabe mayor elogio para su actuación londinense que afirmar que a partir de ahora va a ser muy difícil escuchar a Leonore sin echarla de menos. Es la digna sucesora de Anna Milder (que estrenó el papel), Maria Malibran o, sobre todo, Wilhelmine Schröder-Devrient, que hacía una auténtica recreación del personaje. O, modernamente, de su compatriota Kirsten Flagstad, Martha Mödl o Christa Ludwig. Si nada se tuerce, Lise Davidsen marcará una época en todos los grandes papeles de soprano dramática.
Antes de empezar la ópera, después de que todo el público se viera reflejado según iba entrando en la sala en el vídeo proyectado sobre la totalidad del telón de boca, convertido de este modo en un espejo, y sobre el que podían leerse en grandes caracteres blancos los tres grandes sustantivos revolucionarios (Liberté, Égalité, Fraternité), Oliver Mears anunció que Jonas Kaufmann se encontraba algo indispuesto (estaba "under the weather", dijo gráficamente), a pesar de lo cual había decidido cantar en el estreno, por lo que rogó que el público fuera comprensivo. Profesionalidad aparte, Kaufmann tiene una estrecha relación con Antonio Pappano, al que obsequió con su primer Otello escénico en este mismo teatro en 2017. Ausente hasta después del intermedio y presente, por tanto, durante tan solo un tercio de la representación, el tenor alemán cantó su gran aria en solitario como pudo, echando mano de su enorme oficio y sin poder evitar constantes tiranteces en las notas agudas y un fraseo algo deslavazado. En sus posteriores intervenciones con Davidsen, ella lo empequeñeció literalmente, y no solo por su casi metro noventa de estatura. Los aplausos dispensados al final a uno y otro fueron un justo reflejo de lo que habíamos escuchado.
Georg Zeppenfeld fue un Rocco solvente, pero no mucho más, mientras que Amanda Forsythe fue una voluntariosa Marzelline (demasiado ligera para el peso que quiere conferirle Kratzer) y Robin Tritschler un sufriente Jaquino, los tres asimismo muy por debajo de Davidsen, sus compañeros en el cuarteto del primer acto, que no estuvo exento de problemas de afinación. Simon Neal apenas brilló como Don Pizarro, sobre todo por falta del suficiente empaque vocal y por los problemas para proyectar bien las notas en la zona aguda. El coro, en cambio, rayó a mayor nivel que de costumbre, sobre todo en el final, que Kratzer les hace cantar casi desgañitándose al borde mismo del proscenio y mirando fijamente al público con la sala iluminada. Se atisbó una conexión entre este gesto y el vídeo in progress previo a la representación (no faltaron espectadores que quisieron inmortalizarse reflejados en escena con sus móviles), pero, como casi todo lo que nos ofreció Kratzer, tuvo más de ocurrencia aislada que de corolario necesario de un todo férrea y secuencialmente entrelazado.
La mayor decepción de la tarde fue, quizá, la de Antonio Pappano, que confirmó que Beethoven es un hueso muy duro de roer, aun para un músico extraordinario y de probadísima solvencia como él. Hasta el citado cuarteto del primer acto en forma de canon (una de las joyas, si no la gran joya musical de la ópera) no resultó plenamente reconocible, ya que hasta entonces, ni por sonido, ni por equilibrio entre foso y escena, ni por estilo, estábamos escuchando un Beethoven de primer orden. La marcha previa a la entrada de Don Pizarro (a caballo) fue de nuevo en exceso liviana, cuando debería marcar el punto de inflexión decisivo y el final del tono bufo inicial, y en ninguna de las dos grandes arias de Leonore y Florestan la prestación orquestal estuvo a la altura de lo que nos tiene acostumbrados Pappano. Mejor, más por empuje que por la calidad intrínseca de la parte instrumental, los finales de ambos actos, hilvanados con buen pulso y en los que la innata vena dramática del británico parece sentirse mucho más cómoda que en la escritura por lo general muy poco operística de Beethoven en otros números.
En suma, un Fidelio en el que la extraordinaria intervención de Lise Davidsen disimuló, pero no ocultó, algunas carencias musicales y una puesta en escena pretenciosa, falta de ideas sólidas, poco congruente y lacerantemente desprovista de emoción. Con mimbres y cantantes muchísimo más modestos, la reciente producción de la Ópera de Bonn, con una propuesta escénica de Volker Lösch abiertamente política y concebida como una denuncia del actual régimen turco, buceaba mucho mejor en la rica polisemia de esta ópera tan escurridiza y, para qué engañarnos, tan poco ortodoxa. Las entradas para todas las funciones de la Royal Opera House se vendieron en tan solo 24 horas, lo que da una idea de la expectación que ha despertado en Londres esta nueva producción de Fidelio en plena efeméride del 250º aniversario del nacimiento de Beethoven. Quien quiera juzgar por sí mismo, y asentir o disentir de lo aquí contado, podrá hacerlo el próximo 17 de marzo, ya que la representación de ese día, la última de la serie, se transmitirá en directo a cines de todo el mundo, incluidos muchos en España.
Babelia
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