La novia era él
Vuelve al Teatro Real 'Fidelio', de Beethoven, una ópera que empieza como una pequeña comedia doméstica y concluye lanzando una proclama universal de lucha por la libertad
Quizá lo menos importante de Fidelio es su leve peripecia argumental. Lo verdaderamente trascendente son los símbolos que esconde, los iconos (más que personajes) enfrentados que representan una idea y su negación. Libertad y opresión, amor e interés, justicia y tiranía: la ópera avanza a hombros de conceptos que el libretista contrapuso con cierta simpleza, pero que Beethoven engrandeció y clarificó con su música, volcada más que nunca al servicio de una ideología. “L’homme est né libre, et partout il est dans les fers” (“El hombre nace libre, y en todas partes se halla encadenado”): así comienza el primer libro de Du contrat social (1762), de Jean-Jacques Rousseau. Y este se adivina también como el auténtico punto de partida de Beethoven, cuyo héroe, Florestan, es un preso político que se encuentra injustamente aherrojado en una prisión sevillana, y que afrontó la composición de su única ópera imbuido del espíritu revolucionario francés: Fidelio trata, a fin de cuentas, de la liberación de los cautivos de una prisión, exactamente el mismo hecho que desencadenó la Revolución Francesa tras la toma de la Bastilla.
No puede olvidarse, sin embargo, que en su primera versión, y bajo el título de Leonore (1805), la obra tuvo en su momento un significado muy diferente del que estaba llamada a tener en su forma definitiva, que se presentaría rebautizada como Fidelio (1814) y que será la que suba al escenario del Teatro Real a partir del próximo miércoles, porque ambas cobraron vida pública en momentos políticamente antagónicos: en un caso se celebraban las virtudes de la nobleza que, en opinión de algunos estudiosos, fue el agente fundamental de la Revolución; en el otro, y aquí no hay controversia posible, se cantaba la liberación del yugo francés tras la derrota de las tropas napoleónicas. Y el azar quiso que el estreno de Leonore, en el Theater an der Wien el 20 de noviembre de 1805, se produjera tan solo una semana después de que el ejército francés invadiera Viena. La primera interpretación de Fidelio, en cambio, se celebró el 23 de mayo de 1814, al tiempo que se celebraba en la ciudad el conocido como Congreso de Viena, encargado de ordenar las trascendentales secuelas militares y políticas de la Revolución. En una palabra, no es ya solo el propio tema de la ópera, sino también su propia historia interpretativa, los que están ligados de manera irrenunciable a los hechos que precipitaron el nacimiento de la Europa contemporánea.
En lo que sí coinciden una y otra versión es en concentrar el énfasis en un personaje, que es el que da título a ambas versiones, ya que Leonore y Fidelio son una misma persona: es la mujer de Florestan, el prisionero político con cuya vida quiere acabar el cruel Don Pizarro, pero que decide hacerse pasar por un hombre para, tras ganarse el favor de la hija del carcelero, Rocco, poder liberar a su amado.
No es solo el tema de la ópera, sino su historia interpretativa, los que están ligados al nacimiento de la Europa contemporánea
Sobre la soprano que interprete este papel de travestido —un locus classicus de las comedias de enredo, que es como parece arrancar engañosamente la ópera— recae, por tanto, buena parte de la responsabilidad del éxito de su representación escénica. En 1822, Beethoven asistió al debut vienés de una jovencísima Wilhelmine Schröder, quien, con tan solo 17 años, interpretó al personaje protagonista. Esto supuso el inicio de su carrera triunfal como cantante, pero también de la consolidación de la propia ópera, que logró hacerse un hueco en un repertorio plagado de convenciones que condecían mal con la vigorosa escritura orquestal de Beethoven y con sus idiosincrásicas líneas vocales, más propias de instrumentos que de voces humanas. Un famoso grabado de la época representa a Schröder apuntando fieramente con su pistola al tirano en el momento culminante del segundo acto en que revela su verdadera identidad: “¡Mata primero a su esposa!”, espeta a Don Pizarro cuando se dispone a acabar con la vida de Florestan. Y tanto él como Rocco parecen más asustados por la confesión —todos tenían a Leonore por un hombre— que por el arma que les apunta. Rizando el rizo, otra gran intérprete del personaje y notoria rival de Schröder, la española Maria Malibran, esgrimía en esta misma escena no una, sino dos pistolas.
El narrador de Un peregrinaje a Beethoven, el relato que escribió Richard Wagner en París en 1840, se hace eco de la potencia dramática de la encarnación de Schröder, a quien confesó en Mi vida haber visto cantar el papel en Leipzig en 1829: “Una muchacha muy joven encarnó a Leonore; pero, a pesar de su juventud, esta cantante parecía estar ya desposada con el genio de Beethoven. ¡Con qué ardor, con qué poesía, cuán profundamente conmovedor era su retrato de esta mujer extraordinaria! Se llamaba Wilhelmine Schröder. Suyo es el enorme mérito de haber revelado esta obra de Beethoven al público alemán; porque aquella tarde vi realmente a los superficiales vieneses conmovidos por el más poderoso entusiasmo. A mí, por mi parte, se me abrió el cielo; estaba transfigurado y veneré al genio que me había conducido —igual que a Florestan— de la noche y las cadenas a la luz y la libertad”. Todo hace pensar que Wagner se inventó en Mi vida esa anécdota de su adolescencia (sí oiría cantar años después a Schröder el papel de Romeo en I Capuleti e i Montecchi, de Bellini), pero la cita nos sirve para corroborar el estatus legendario que adquirió la Leonore de la cantante y, sobre todo, para ver cómo Wagner se fabricó un relato a medida para proyectar una imagen de sí mismo como lo que más deseó ser nunca: el heredero natural de Beethoven. Wilhelmine Schröder estrenaría también con el tiempo los papeles de Adriano (Rienzi, 1842), Senta (El holandés errante, 1843) y Venus (Tannhäuser, 1845), lo que sirve para trazar a su vez una línea simbólica que conecta Fidelio con los primeros estadios de lo que sería el drama musical wagneriano.
En el siglo xx, ese papel simbólico de Fidelio como metáfora de libertad y de lucha contra toda forma de coacción no hizo más que reforzarse
En el famoso coro de prisioneros del final del primer acto hallamos constantes referencias al “aire libre” y la “libertad”, al tiempo que proclaman: “La esperanza me susurra dulcemente: ¡seremos libres, hallaremos el reposo!”. En la no menos famosa aria del acto segundo, un consumido Florestan tiene una visión en la que “un ángel, tan parecido a Leonore, mi esposa, me conduce a la libertad”. En su posterior dúo con Rocco, Leonore canta: “Ten por seguro que te libraré de tus cadenas, quiero liberarte, desdichado”. Y en su providencial aparición final, Don Fernando (el aristócrata sevillano que salva in extremis a su amigo preso) apelará a ese ideal de hermandad que Beethoven retomará años después en su Novena sinfonía: “No, no seáis por más tiempo esclavos sepultados, desaparezca la coacción del tirano. El hermano busca a sus hermanos, y si puede ayudarlos, lo hace de buen grado”. De la farsa doméstica inicial nos hemos elevado hasta la fraternidad universal entre seres humanos libres.
En el siglo xx, ese papel simbólico de Fidelio como metáfora de libertad y de lucha contra toda forma de coacción no hizo más que reforzarse. Así, por ejemplo, en 1927 fue la primera ópera representada en el Festival de Salzburgo, donde Arturo Toscanini la dirigiría en varias ocasiones a mediados de los años treinta como desafío a Hitler y a sus amenazas de invasión de Austria. En 1938, Herbert von Karajan la dirigió en Aquisgrán para celebrar el cumpleaños de Hitler, presentado entonces como un émulo del noble Don Fernando, no del desalmado Don Pizarro. Un ilustre exiliado, el alemán Bruno Walter, se presentó en la Metropolitan Opera de Nueva York en 1941 con Fidelio, con un reparto vocal lleno de cantantes que habían huido —como él, judío— de los países invadidos por los nazis. Recién concluida la guerra, el Theater an der Wien, convertido en sede provisional de la Ópera de Viena, reabrió sus puertas en 1945 con la ópera de Beethoven, que Wilhelm Furtwängler dirigiría en varias ocasiones a finales de esa misma década en Salzburgo. Y Fidelio fue, una vez más, el título elegido para que, el 5 de noviembre de 1955, con dirección de Karl Böhm, la Staatsoper de Viena retomara su actividad como uno de los grandes templos operísticos europeos.
Rousseau escribió su Del contrato social ocho años antes de nacer Beethoven. Al otro lado, para acabar de enmarcar su Fidelio, hemos de acudir a las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, de Hegel, aparecidas tres años después de su muerte, en 1830. Justo al final leemos: “La Revolución Francesa tiene en el pensamiento su comienzo y origen. El pensamiento, que considera como lo supremo las determinaciones universales y encuentra que lo que existe se halla en contradicción con ellas, se ha sublevado contra el Estado existente. La determinación suprema que el pensamiento puede hallar es la de la libertad de la voluntad. […] La voluntad quiere producir un ser; mas, en su pureza, la voluntad es tan universal como el pensamiento. Este principio fue establecido en Francia por Rousseau. El hombre es voluntad; y sólo es libre en tanto quiere lo que su voluntad es”.
Fidelio. De Ludwig van Beethoven. Dirección musical: Hartmut Haenchen. Dirección de escena: Pier’Alli. Intérpretes: Adrianne Pieczonka, Michael König, Franz-Josef Selig y Anett Frisch, entre otros. Orquesta y Coro del Teatro Real. Teatro Real. Madrid. Hasta el 17 de junio.
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