Sensación de estar viva
Cierto que la trama de la crisis económica y personal del chico está peor desarrollada. Pero se recupera con creces en el clímax final, precioso en su luz, encuadres y delicadeza
Una mujer de mediana edad, marido, hijo, buena profesión, sin problemas económicos, que necesita sentirse viva de nuevo. Salir de un tedio razonable, de la fuerza de la costumbre, de la sensación de que todo lo bueno que se puede lograr en la vida está ya cumplido, de que lo que queda es una línea recta o mortecina, más para aguantar que para conquistar, para cuidar a los demás que para hacerse cuidar. ¿Dónde quedan los retos y la emoción de la existencia? Desarrollando un cortometraje propio, Caminando, del año 2016, Mikel Rueda se ha adentrado en la notable El doble más quince en uno de los temas de moda en el devenir contemporáneo; un lugar donde ya accedieron en el último año, con diversos paralelismos y algunas diferencias, el francés Safy Nebbou en Clara y Claire y la española Leticia Dolera en una de las tramas de la serie Vida perfecta, ambas interesantísimas.
EL DOBLE MÁS QUINCE
Dirección: Mikel Rueda.
Intérpretes: Maribel Verdú, Germán Alcarazu, Mario Plágaro.
Género: drama. España, 2019.
Duración: 98 minutos.
Rueda, con un gran salto de calidad respecto de sus anteriores trabajos, Estrellas que alcanzar (2010) y A escondidas (2014), aporta una triple ración de riesgo: la diferencia de edad entre los protagonistas es mucho más amplia, el doble más quince del título; el chico es un menor de edad, y la prostitución aparece de frente en el conflicto inicial. La primera secuencia, magnífica, apunta ya unas intenciones de complejidad y estilo admirables. La primera cita. El silencio. El resquemor. Las miradas. El remordimiento. La adrenalina. La timidez. La espontaneidad. Comienza el recital interpretativo de Maribel Verdú, repleto de matices y registros, sin palabras muchas veces, al que acompaña con corrección, y no es fácil, el joven Germán Alcarazu. Y desde ahí Rueda aporta un bello apunte de puesta en escena: todo lo que rodea a la pareja está desenfocado, ínfima profundidad de campo, esbozo simbólico y no solo técnico; y cada vez que en su noche de libertad aparece alguien y habla con ellos, nunca se le ve, tan solo se le escucha. Los demás no importan.
Cierto que la trama de la crisis económica y personal del chico está peor desarrollada, y que el núcleo central del relato, entre el festival de música y el hotel, se atasca un tanto. Pero se recupera con creces en el clímax final, precioso en su luz, encuadres y delicadeza, entroncando con dos magníficas e históricas películas del cine español: El amor del capitán Brando y El nido, ambas de Jaime de Armiñán. Rueda se ha adentrado en el cansancio vital y el encuentro con el estímulo. Ese sitio donde, aunque lo parezca, quizá lo esencial no sea el sexo. Con valentía y con ternura. Con entidad.
Y una reflexión final: ¿se vería de la misma forma esta historia si, con los mismos acontecimientos y exactos diálogos, fueran un hombre de 49 años y una adolescente de 17? Más allá: ¿se habría hecho la película?
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