‘Esta mierda me supera’: ¿Niña o superheroína?
Los creadores de ‘The End of the F***ing World’ repiten con un disfrutable ‘dramedy’ adolescente plagado de tópicos
Sophia Lillis parece haber nacido para encarnar a personajes de Stephen King. Su carrera, aún minúscula pero tan llamativa como el globo rojo de It, despegó al interpretar a Beverly Marsh, la única chica de la pandilla de chicos aún no paritaria de la novela. Y ha dado el salto a la pequeña pantalla con un personaje que, aunque firmado por Charles Forsman, tiene mucho de kingiano. Después de todo, ¿qué era Carrie White, la protagonista de Carrie, sino una nerd con poderes telequinéticos que, cuando se enfadaba, era capaz de hacer arder un instituto entero? Que en la primera escena de Esta mierda me supera su personaje, Syd Novak, corra cubierta de sangre —como Carrie en la novela— después de asistir también a un desastroso baile de fin de curso, es algo más que un guiño.
En Esta mierda me supera (Netflix), que cuenta con dos de los artífices de The End of the F***ing World, Forsman —el autor de las viñetas en las que se basan ambas series, cuyos cómics edita en España Sapristi— y el director amante de las cabañas y los coches retro Jonathan Entwistle, Syd es una chica que lo odia todo y a todos desde que su padre se pegó un tiro en el sótano de casa. Tiene 16 años, una única amiga —que ha empezado a salir con el chico popular de la clase: un arquetipo plano e inútil, viejo en el contexto vanguardista de Entwistle— y un pretendiente que viste con orgullo camisetas de Enya y cree que todo el mundo es aburrido menos ella. Cuando descubre que Syd tiene poderes —como Carrie White, cuando se enfada, las cosas tiemblan a su alrededor— se ofrece a ser su mentor.
Hasta aquí todo bien. El estilo brillantemente weird de Entwistle embute la sensación de que la adolescencia es una época de cambio en la que no somos quienes queremos ser, sino una mezcla entre lo que los demás creen que somos y lo que nos atrevemos a ser. Y así recuerda, y mucho, a la de su pariente más cercana, The End of the F***ing World: la voz en off de Syd lidera varias narrativas superpuestas, la trama avanza más en el interior de la cabeza de la protagonista que en el exterior. El gusto por lo abandonado y postgrunge de su director, el filtro polvoriento y el poder de los personajes, no hace sino incrementar la percepción de que estamos ante una variante de la misma historia.
Pero no. O sí, siempre que pensemos en una variante con aspecto de Cara B —valga la comparación: ¡hay hasta VHS en Esta mierda me supera!—. Porque algo falla entre lo que se presenta y lo que es, un poco a la manera en que algo falla entre lo que eres y lo que crees ser de adolescente. Nada, a excepción del personaje de Wyatt Oleff (el carismático Stanley Barber), tiene sentido. Él es el observador, el que sostiene el mundo sin sentido del instituto. "Siéntate", le dice a Syd, la noche del partido, “este es el mejor teatro de la ciudad”. “Ninguno de los que está ahí hará nada mejor en su vida que lo que está haciendo estos años, contémplalo, está a punto de acabarse”, le dice. Se está refiriendo, claro, a todos aquellos que en el instituto se creen importantes porque de alguna forma saben que nada de lo que les pase superará eso.
Es una de las pinceladas que ofrece Christy Hall, la principal guionista. El resto son un cúmulo de tópicos francamente sorprendente en una época en la que los tópicos empiezan a acabarse —o intentan desterrarse—. La sensación de que alguien pintó la casa y nadie colocó los muebles donde debía es constante, especialmente cuando se intenta resolver el asunto telequinético. Ni siquiera King, un artesano del final desesperado, hubiera llegado tan lejos —en lo que a extraña sencillez y cosa fuera de lugar se refiere—. Pero es peor el choque entre el vanguardismo de la forma y lo clásico y simple, lo llano, de los personajes.
Es cuestión de matices —los que aportaba el punto de vista de Charlie en The End of the F***ing World —, pero uno tiene que tener claro lo que está contando antes de empezar a contarlo. Se intentan mezclar en la trama dos tipos de narrativa, o, mejor, se intenta esconder una en la otra. Hay una narrativa superheroica en marcha que en ningún momento se muestra como tal. Se esconde tras el vaivén sentimental de Syd, personaje desdibujado por sus distintos frentes. Y está la narrativa de instituto. Eso, que parecía tan fácil de llevar en Carrie, no se lleva nada bien aquí, porque alguien no está tomándose en serio lo que está contando, o está intentando pretender contar otra cosa, de la que, quizá, tengamos noticia en la segunda temporada.
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