La vuelta del yonqui a la literatura
La epidemia de los opiáceos y el regreso de la heroína se filtran en ficciones, memorias y ensayos. Crece el subgénero de los libros sobre la drogadicción
Dice la tradición que cada generación reinventa sus relatos y sus drogas. Con la epidemia de los opiáceos como trasfondo real y un mundo cambiante y en constante crisis como escenario, autores y editores dan un nuevo impulso al subgénero literario de la drogadicción y sus efectos. Ficciones intimistas, clásicos recuperados, odiseas, memorias y ensayos con droga dura regresan a las estanterías. El yonqui ha vuelto a la literatura.
“Nadie se propone convertirse en drogadicto. Nadie se despierta una mañana y decido serlo. Los opiáceos no son como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. No proporcionan ningún bienestar. Es una manera de vivir”, reflexionaba William S. Burroughs en el prólogo de su clásico Yonqui (1953), una de las obras fundacionales de este subgénero, que ahora ha sido reeditada por Anagrama en su colección Compactos 50. Burroughs –que luego incidió en el tema de manera mucho más cruda y alucinada en El almuerzo desnudo (1959)– tuvo que elaborar ese prefacio bienintencionado en el que contaba sus orígenes de buena familia para hacer que la novela fuese aceptable para los editores, tal y como le aconsejó su agente, amigo y poeta beatnik Allen Ginsberg. Eran otros tiempos y Yonqui abría brecha.
En las décadas siguientes Go Ask Alice (Anónimo, 1971) o Trainspotting (Irvine Welsh, 1993) mostraron, sin pudor y sin pedir perdón, los efectos devastadores de las drogas en los jóvenes. Ahora en el siglo XXI las reglas de la realidad han cambiado. “La droga es parte de nuestra sociedad. Se drogan ricos y pobres, ejecutivos y riders, jueces y delincuentes, periodistas y amas de casa... Es lógico que esto entre también en la literatura”, comenta a este diario Nuria Barrios, autora de la recientemente publicada Todo arde (Alfaguara). Este relato del descenso a los infiernos de un chico de 16 años que trata de rescatar a su hermana de la adicción bebe de los clásicos y también de una realidad que está a la vuelta de la esquina. “Combiné la lectura del Hades de la Odisea, la historia de Orfeo y Eurídice o el libro del Infierno de la Divina Comedia con visitas a la Cañada Real. Conocí a una familia que vende droga allí y me abrió las puertas de su fumadero. Durante meses fui, me senté, miré y escuché”. Este matiz social se despliega también con sutileza en Malaherba, de Manuel Jabois (Alfaguara), donde la mirada de un niño lleva al lector desde los efectos de la heroína en su familia al submundo del tráfico en las Rías Bajas.
La literatura contemporánea no se deja ningún enfoque en el camino. En el lado individualista y reflexivo milita Mateo García Elizondo, quien en su debut Una cita con la Lady (Angrama) narra las peripecias de un yonqui en un pueblo mexicano al que ha acudido con droga para consumir y matarse. “Creo que últimamente se ha dejado de satanizar a las drogas para intentar darles su lugar adecuado; ahora se sabe (o se recuerda) que según su dosis y empleo pueden ser medicinas, y quizás la exploración de las drogas y la drogadicción en la literatura es una de las maneras que tenemos para entender cuál es su lugar. Mi manera de construir la adicción a la heroína se basó en crear una fuerte oposición y contraste entre el placer extremo que produce, y el hecho de que es una droga letal”, explica a EL PAÍS.
La no ficción también se ha volcado con la heroína. Editora de Granta y una de las grandes fortunas de Europa como descendiente de los fundadores de Tetra Pak, Sigrid Rausing relata en Maelstrom (Literatura Random House) la adicción de su hermano y su cuñada, y el rastro de enfermedad, depresión y muerte que dejaron en el entorno. Y lo hace con un planteamiento que lanza preguntas esenciales a la vez que admite su incapacidad de responderlas.
García Elizondo reconoce que en Una cita con la Lady, como en tantas otras del subgénero de los adictos, está la influencia de los beatniks. El vagar de esos poetas malditos por Estados Unidos fue también el aliciente definitivo para que el editor Peter Kaldheim abandonara su espiral destructiva en Nueva York e iniciara la huida que narra en El viento idiota (Temas de hoy), las memorias de un hombre que tarda en encontrar la redención, otra visión del sueño americano, de la búsqueda del sentido de la vida.
“Si no sentimos el dolor, ¿el dolor continúa ahí?”, se pregunta Sigrid Rausing. “Los hijos del grupo más privilegiado del país más rico de la historia del mundo se enganchaban y morían en números rayanos en la epidemia por culpa de sustancias diseñadas para, precisamente, aplacar el dolor”, cuenta Sam Quinones en Tierra de sueños (Capitán Swing) una radiografía total de cómo la sociedad estadounidense ha caído en manos de los derivados del opio. Quinones traza una historia del dolor físico, de cómo este concepto cambió en Estados Unidos y eso abrió la puerta a un poderoso opiáceo en forma de medicamento, OxyContin, que dio paso a su vez a la heroína mexicana de alquitrán negro, barata y potente, y a su extensión por cada rincón del país hasta cuadruplicar en cinco años las muertes por esta causa. En España las defunciones por sobredosis de opiáceos han subido un 50% en siete años. La literatura sobre la adicción tiene todavía un vasto campo por explorar.
El Happy Meal de la heroína
A principios del siglo XXI EE UU concentraba el 83% y el 99% del consumo mundial de oxycodina e hidrocodona, dos potentes opioides de venta en farmacias. Un movimiento paralelo estaba llevando heroína de potente y barata lejos de los tradicionales centros de distribución. Eran grupos de mexicanos lo más alejado posible de la imagen de un narco. En células pequeñas, muy difíciles de perseguir, estos traficantes trabajaban como pequeñas empresas, repartían la droga a domicilio en coches destartalados, tenían empleados mexicanos que rotaban continuamente a cambio de un buen salario y competían con otros bajando los precios, no a tiros. Sam Quinones detalla el funcionamiento de este sistema, que llegó a ser conocido como El Happy Meal del caballo, en Tierra de Sueños (Capitán Swing). El servicio incluía ofertas, paquetes especiales, captación de nuevos clientes cerca de las clínicas de rehabilitación o de los médicos que recetaban los opiáceos o llamadas a los adictos para ver si estaban contentos con el servicio prestado. La conexión con los fármacos legales fue letal. Así lo resume un camello: "No venderían estas cantidades de heroína en la calle ahora mismo si no se hubieran tomado esas decisiones en la sala de juntas".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.