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CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Puccini sin rastro de ‘kitsch’

La Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera estrena su primera producción de ‘La fanciulla del West’, la partitura más moderna del compositor italiano

Un momento del primer acto de ‘La fanciulla del West’, el pasado sábado en Bilbao.
Un momento del primer acto de ‘La fanciulla del West’, el pasado sábado en Bilbao.E. Moreno Esquibel

La fanciulla del West

Música de Giacomo Puccini. Libreto de Carlo Zangarini y Guelfo Civinini. Con Oksana Dyka, Marco Berti, Claudio Sgura, Francisco Vas, Manel Esteve y Paolo Battaglia, entre otros. Coro de Ópera de Bilbao. Euskadiko Orkestra Sinfonikoa. Dirección musical: Josep Caballé-Domenech. Dirección de escena: Hugo de Ana. 68ª temporada de ABAO-OLBE. Palacio Euskalduna, hasta el 24 de febrero.

“¡Basta ya con La bohème, Madama Butterfly y compañía, también yo estoy hasta la coronilla!”. La sentencia es del propio Giacomo Puccini. Y la leemos dentro de una carta a su editor, Tito Ricordi, fechada en Nueva York, en febrero de 1906. El compositor buscaba tema para su nueva ópera. Y había asistido a varias obras teatrales de David Belasco en Broadway, entre ellas a The Girl of the Golden West. Su impresión no fue entusiasta: “El ambiente del Oeste me gusta, pero en todas las piezas que he visto he encontrado solo alguna escena aquí y allá, aunque nunca una línea simple, todo farragoso, mal gusto y cosas viejas”. Estaba claro que la gestación de su séptima ópera, La fanciulla del West, no iba a ser breve ni sencilla. Su redacción coincidió con una profunda autorrenovación artística. Puccini quería asimilar los nuevos avances de Peleas y Melisande, de Debussy, y de Salomé, de Richard Strauss. Pero tuvo que lidiar con una nueva e inexperta pareja de libretistas. Y superar una grave crisis matrimonial.

El estreno, en 1910, en la Metropolitan de Nueva York fue un éxito rotundo, con Caruso como tenor estrella y Toscanini en el foso. Pero la ópera no cuajó en el repertorio (la segunda producción neoyorquina data de 1929 y la tercera no llegó hasta 32 años después). Puccini reconoció que era su mejor ópera, aunque la crítica no estuvo de acuerdo. Richard Aldrich publicó, en The New York Times, una de las reseñas más moderadas del estreno: “Uno se pregunta si alguien que conoce al compositor solo a través de La bohème lo reconocería en esta nueva ópera 13 años después”. Y esa pregunta flotaba, el pasado sábado, en el Palacio Euskalduna, durante el estreno de la primera producción de este título pucciniano en la Asociación de Amigos de la Ópera de Bilbao (ABAO), tras 67 años de historia. Una función dedicada a la memoria de la soprano Mirella Freni, que no sólo fue Medalla de Oro de ABAO, en 1975, sino también una habitual en su escenario del Coliseo Albia, entre 1961 y 1992.

La fanciulla del West sigue siendo una rareza en los teatros de ópera, en general, y en los españoles, en particular. Aquí se estrenó, en 1915, en el Liceo de Barcelona y volvió en 1963, en 1925 subió a las tablas del antiguo Teatro Real de Madrid, en 1976 se representó en Zaragoza y la última producción data de 2009 en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, aunque hace siete años se escuchó a la Sinfónica de Galicia bajo la dirección de Lorin Maazel en versión de concierto. La respuesta a esa extrañeza que genera esta ópera se comprende ya desde el breve preludio inicial. Puccini opta por su orquestación más ambiciosa, con cuádruples maderas, bastante metal, dos arpas y una nutrida percusión, que le permiten múltiples detalles coloristas, desde lo más delicado a lo atronador. Pero también sorprende su lenguaje, con escalas de tonos enteros y progresiones diatónicas, que muestran su asimilación de Debussy.

El director de orquesta Josep Caballé-Domenech optó por un arranque frenético, al frente de una más que competente y motivada Euskadiko Orkestra Sinfonikoa. Pero su juego de flujo y reflujo sonó algo desmadejado en el preludio a tanta velocidad. Se trata de un pasaje crucial para percibir el nuevo perfume orquestal de Puccini. Pero también porque presenta los dos elementos que simbolizan el tema central de la ópera: el amor como fuerza redentora. Y el preludio concluye con otro motivo, un cakewalk que representa a Ramerrez, uno de los muchos detalles autóctonos que añadió Puccini para ambientar la ópera en el lejano Oeste. Los tres temas sonarán muchas veces a lo largo de la ópera.

Con el comienzo de la acción, que se ubica en California, en un campamento de mineros durante los inicios de la fiebre del oro, el tempo volvió a la normalidad. Y Caballé-Domenech se convirtió en lo mejor de esta producción. Hizo una labor admirable desde el foso para soldar con dinamismo, tensión y fluidez los distintos conjuntos vocales que se fueron sucediendo. Puccini dispone en esta ópera hasta 15 solistas, además de los tres protagonistas y un coro masculino, que abarcan un camarero, ocho mineros, un agente de transportes, dos indios, un cantante ambulante, un mestizo y un correo. Todos disponen de breves momentos estelares tanto a solo como en conjunto, nada fáciles de encajar con naturalidad en una acción incesante. El reparto escuchado en Bilbao fue muy compacto y mayoritariamente español en los secundarios. A destacar la vis cómica como Nick del tenor Francisco Vas, pero también el Sonora del barítono Manel Esteve y el Ashby del bajo Paolo Battaglia. Y sin olvidar el caudal que aportó el Coro de Ópera de Bilbao.

El tenor Marco Berti y la soprano Oksana Dyka, durante el segundo acto de ‘La fanciulla del West’, el pasado sábado en Bilbao.
El tenor Marco Berti y la soprano Oksana Dyka, durante el segundo acto de ‘La fanciulla del West’, el pasado sábado en Bilbao.E. MORENO ESQUIBEL

Uno de los momentos más importantes del primer acto es la entrada de Minnie, la protagonista. Puccini dispone que llegue en un momento de máxima tensión y con una explosión orquestal de armonías muy sensuales. Fue musicalmente uno de los momentos más destacados del primer acto. En La fanciulla del West encontramos un triángulo amoroso de soprano-tenor-barítono similar a Tosca, aunque con más contrastes y dobleces. También un estilo vocal más próximo a la fluidez de la conversación que cuenta con limitadas efusiones líricas.

La soprano ucraniana Oksana Dyka afrontaba su primera Minnie. Y su actuación mostró recursos sobrados, aunque no encontrase todos los matices del personaje. Hablamos de un rol exigente a nivel musical, con extremos de temperamento y sensibilidad, pero también en lo teatral, por su fuerza psicológica. Dyka empezó bien, aunque perdió naturalidad en la lectura bíblica. Se mostró más cómoda en los pasajes dramáticos que en los líricos. Por ello, convirtió el segundo acto en la cumbre de su actuación, tanto en el dúo de amor (sin la dificilísima parte final que Puccini añadió en 1922) como en la tensa escena de la partida de póker. Su aparición en el tercer acto, para salvar a su enamorado, volvió a ser destacada, aunque el lieto fine de la ópera careció de vuelo.

La voz del tenor italiano Marco Berti mantiene medios vocales y agudos sonoros para Dick Johnson (Ramerrez), pero resulta inexpresivo tanto física como vocalmente. Lo comprobamos en su adiós a la vida (Ch’ella mi creda), la única aria de toda la ópera, popularizada durante la Primera Guerra Mundial por los soldados italianos, que la cantaban para mantener el ánimo. Y el barítono Claudio Sgura fue un sheriff Jack Rance vocalmente suficiente y musicalmente elegante, aunque sin hondura ni contrastes.

Hugo de Ana es el responsable escénico de esta coproducción de ABAO con el Teatro San Carlo de Nápoles, que se estrenó en 2017. Adapta su habitual monumentalidad y gusto por el tableau vivant con el ambiente de los spaghetti western de Sergio Leone. Incesante en el movimiento de los personajes, pero escaso en la dirección de actores. Lo que vemos en el salón Polka del primer acto y en el bosque californiano del tercero es un verdadero encaje de bolillos que funciona bastante bien con la música. Pero mejora en el segundo acto, al conjugar una escenografía funcional con la poética ambientación de la nieve. En todo caso, aporta un componente visual que no desentona con la partitura más moderna y ambiciosa de Puccini. Lo demuestra el famoso testimonio de Anton Webern a su maestro Arnold Schönberg, tras asistir a una función de La fanciulla del West en Viena, en 1918: “Una partitura de sonido total y absolutamente original. Espléndido. Cada compás constituye una sorpresa. Sonidos absolutamente especiales. ¡Ni rastro de kitsch!".

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