Buenos tiempos para lo paranormal
De Enriquez a Schweblin, una nueva generación de escritoras introduce el fantástico en novelas que trascienden a la narrativa de nicho
La literatura se está poblando de monstruos. Ya no es solo que la pesadilla aceche al lector desde el bastión del género, sino que la llamada literatura seria está virando hacia lo siniestro. Tal vez en un intento de reflejar la incertidumbre del momento o el agorero y cada vez más inexplicable presente, o tal vez, simplemente, en una inevitable expansión narrativa de creadores que crecieron libres de prejuicios. Desde Distancia de rescate de Samanta Schweblin, aún en plena conquista del mundo, hasta el último Premio Herralde, el gótico romántico Nuestra parte de noche, de Mariana Enriquez, pasando por los cuentos entre lo social y lo sentimentalmente macabros de Anna Starobinets o Carmen Maria Machado, el vampirismo venezolano de Michelle Roche Rodríguez, o la realidad deformada por lo extraño de Cristina Sánchez-Andrade y lo último de Elvira Navarro, buena parte de lo que se publica está impregnado de un lado oscuro que hace pensar que estos son buenos tiempos para lo paranormal.
“Los límites son muy difusos hoy en día”, opina Mariana Enriquez (Buenos Aires, 46 años). “Tratar de definir lo que hace un escritor es cada vez más difícil. Nos influencian muchas cosas además de lo que leemos. Tenemos el cine, la música, el arte, la experiencia. Cuestiones que exceden a la literatura y que nos influencian tanto como otros libros. Es complicado confinar un género en un mundo así”, añade la escritora, que ve en ese híbrido en expansión una “combinación de dos tradiciones”, la steinbeckiana, o social, de Stephen King, y la mitológica de, sobre todo, Angela Carter, por lo que tiene esta de reformulación de lo tradicional. “Pienso en Carmen Maria Machado retomando los cuentos de hadas y apelando claramente al hacerlo a lo que hizo en su momento Angela Carter, y también pienso en Shirley Jackson cuando leo a Paul Tremblay, que explora cuestiones de paranoia urbana. Estilísticamente hace mucho que el terror no le debe nada a Stoker, pero sí la sexualidad y el cuerpo como componente aún central”, considera.
Para Michelle Roche Rodríguez (Caracas, 41 años), que ha rescatado la figura del vampiro, en realidad, la vampira, y la ha llevado a la Caracas de los años 20 del siglo pasado en Malasangre, tres cosas explican el auge de lo siniestro en la ficción en castellano. “Primero tenemos la intensa revisión a la que ha estado sujeto el canon desde finales del siglo XX, la cual ha permitido incluir diversos referentes sociales o de género, así como la multiculturalidad de la literatura. Relacionado a este fenómeno hay otro más reciente: la globalización de la oferta y del consumo cultural. Nos guste o no, Internet y el desarrollo de los medios electrónicos han puesto a nuestro alcance múltiples discursos que pueden consumirse en muchos soportes y en poco tiempo. Y todo lo anterior suma para el tercer fenómeno, que es propio de la narrativa en castellano: el agotamiento del registro realista tradicional”, apunta. Y claro, la falta de prejuicios para con el género de escritoras como ella, que han crecido “leyendo cuentos y novelas de género”.
“Malasangre comenzó con una escena donde una chica se revelaba contra sus padres de una manera tan violenta que se convertía en un monstruo. Conocía bien a los vampiros, porque me pasé la infancia y la adolescencia leyendo sus historias, así que fue cuestión de tiempo que Diana tomara forma de chupasangre”, confiesa. Y aún señala algo más con respecto a lo que llama el gótico latinoamericano. “El gótico latinoamericano florece en esa sordidez donde ya no son suficientes el realismo mágico ni la narrativa policial de las décadas recientes. Si la condición del relato fantástico es el miedo como motor del argumento, miedo es lo que sobra en la región. Por eso en Malasangre no asustan tanto los vampiros como los militares. Debido a la globalización, los referentes góticos anglosajones tienen tanta fuerza en nuestros imaginarios como los escritores clásicos de lo grotesco, como el argentino Leopoldo Lugones, el uruguayo Horacio Quiroga o el venezolano José Rafael Pocaterra”.
En ese sentido, Enriquez apunta que entre las cosas que llaman la atención de este siglo XXI es que “está empezando a aparecer género en otras lenguas”. “Empezó a ser muchísimo más evidente a partir del 2000. De repente había escritores de terror en Argentina, en Chile, en México, en España, en Brasil. Y en lengua inglesa se dio el fenómeno del new weird, que tiene que ver con la cuestión digital, internet y hasta las fake news, el mundo muy conectado pero muy incierto en el que vivimos, el de la realidad distorsionada”, añade. Hugo Camacho, editor al frente de Orciny Press, sello que impulsa el núcleo duro del género en hibridación, autores como Carlton Mellick III o Laura Lee Bahr, opina que “el terror nunca se ha ido, lo que pasa es que ahora quizás se ha gentrificado un poco porque hay gente poniendo más dinero, pero lo mismo que con los superhéroes o la fantasía. El terror siempre estará ahí porque nace de la necesidad de dar forma a nuestras propias ansiedades solo que al tratar temas que nos preocupan ahora mismo da la sensación de que esa popularidad es más actual”.
Cristina Sánchez-Andrade (Santiago de Compostela, 52 años) no cree que los cuentos de El niño que comía lana (Anagrama), puedan calificarse de cuentos de terror, aunque admite que las historias bonitas no le interesan, que para “crear una emoción” en el lector, considera efectivo crear “algo que les perturbe”, y si algo “nos perturba es porque en el fondo, está en nosotros”. Elvira Navarro (Huelva, 41 años) tampoco cree que lo que La isla de los conejos (Literatura Random House) se diferencie tanto del resto de su ficción. “En mi caso lo siniestro siempre ha estado ahí, incluso en La trabajadora, solo que aparecía como elemento psicológico. La diferencia con los cuentos de ahora es que lo siniestro se materializa en un elemento externo. Llevarlo hacia afuera, hacia elementos fantásticos, es una manera de seguir explorando ese territorio, de seguir expandiéndolo”. Vicky Hidalgo, editora de Minotauro, apunta la acaparadora mayor presencia femenina en un género “que ha sido siempre eminentemente masculino” y augura la recuperación de la denostada figura de la bruja.
El monstruo ya no es anglosajón
Como mencionaba Mariana Enríquez, si algo le debe al siglo XXI el terror es el cambio definitivo de lengua del monstruo clásico. El género, ya apenas puro, presente en un número cada vez mayor de obras, está dejándose invadir por culturas que no son la anglosajona porque sus creadores y creadoras le han perdido el miedo a llevárselo a su propio terreno. Adelanta Vicky Hidalgo, editora de Minotauro, que muchas autoras "están volviendo la mirada a sus culturas de origen en busca de inspiración para sus historias", y menciona a Silvia Moreno-García, "autora de origen mexicano que echa mano de la cultura maya", o a Zoraida Córdova, "una joven escritora de origen ecuatoriano que recupera el folclore mexicano en su trilogía Brooklyn Brujas", cuya primera entrega llegará a España en octubre. Insiste en la recuperación de la figura de la bruja. "Es una tendencia de lo más coherente: vemos desde hace tiempo que el fantástico está ocupando el terreno del mainstream con series como Stranger Things o fenómenos como Juego de Tronos; si a esto sumamos la más que necesaria reivindicación e interés por el feminismo, creo que el arquetipo de la bruja es el siguiente paso lógico y que será una nueva tendencia que va a venir muy fuerte y de formas totalmente nuevas".
Babelia
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