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Irene Vallejo: “Los cuentos son el salvoconducto que te permite traspasar el miedo”

La autora recibe el premio El Ojo Crítico de Radio Nacional por su libro 'El infinito en un junco'

Juan Cruz
La escritora Irene Vallejo, en Zaragoza.
La escritora Irene Vallejo, en Zaragoza.CARLOS GIL

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), autora de El infinito en un junco (Siruela, ocho ediciones en seis meses), es como una flor cuya suavidad resulta una roca cuando defiende la esencia de su vida: el amor por la lectura. La historia de esa pasión es la esencia de su libro, que es a la vez aquella flor y esta roca.

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“La lectura está amenazada ahora, como las palabras”, afirma. Madre de un hijo de cinco años al que dedica cuentos y tiempo, considera que, además de las palabras, “están en riesgo la sanidad, la educación pública, el encuentro con lo diferente”. Su libro, por el que este miércoles recibe el premio El Ojo Crítico de Radio Nacional, es una excursión de 450 páginas que dejó boquiabiertos a escritores que doblan su edad o su experiencia, como Juan José Millás o Mario Vargas Llosa. Aún no se cree que este amor suyo por la lectura haya tenido las consecuencias que nuestra cultura reserva al best-seller.

Entre las palabras que usa reserva “éxito” para la vida personal (que progrese el hijo, cuya salud ha sacudido, hasta su mejoría presente, su vida y la de Enrique, su marido) y la palabra “esfuerzopara el trabajo de sus padres, marcados por su contagiosa pasión lectora. Ella ha hecho con becas todos sus estudios; la han acogido universidades europeas y norteamericanas, y escribió este libro para honrar lo que más quiere.

Su primera palabra, cuando su madre le puso en la cuna un peluche, fue mambo, “quizá porque quise decir mamá”. No fue muy precoz para leer, aunque sus padres le dejaban en la cabecera el periódico que leían, EL PAÍS, en cuyo Semanal publica Vallejo desde hace una semana.

“Para leer no fui muy precoz. Mi madre dice que a los dos años ya hablaba bien. Y que estaba alcanzando un vocabulario amplio. Quería saber el nombre exacto de las cosas. Me llamaban la atención los refranes, las metonimias... ¿Qué es eso de se te ve el plumero, dónde están esas plumas? ¿¡¡Y qué es el cuello de botella!!? ¡¿Por qué se llama como el cuello de las personas?!”

Su libro es un testimonio de ese amor activo por lo que decían las palabras. “Me gustaban las palabras y los cuentos. Se los pedía a los conocidos y a los desconocidos”. Necesitaba “un suministro constante de cuentos... Era porque en el momento de ir a la cama me contaban cuentos, y yo lo sentía como el instante más feliz del día, y quería que eso trascendiese”. ¿Miedo, quizá? “En ese momento de oscuridad, a solas, con la luz apagada, los cuentos son el salvoconducto que te permite traspasar el miedo”.

Es posible que su mente infantil, dice, “asociase cuentos e historias con el escudo contra los miedos”. De eso va Desvelo, su primer artículo en EPS, “la madre despierta sueña con dormir”, termina así el texto. “Los niños no quieren dormir. Y se da la paradoja de que les fuerzas a ir a la cama a dormir, cuando ellos no quieren... A mí, en concreto este reto de EL PAÍS [escribe desde hace años también para Heraldo de Aragón] me quitó literalmente el sueño. Escribí el artículo cuando el niño se estaba durmiendo...” Cuando ya no había que contarle cuentos... “Me gustaba mucho que me contaran cuentos de viva voz, me resistí un poco a los libros, a leer en libros. Yo quería que me siguieran contando cuentos. Pensaba que, si yo aprendía a leer, perdería el privilegio de que me los contaran”.

Por eso, ahora rinde homenaje, en su libro, en sus conferencias, en esta entrevista, a la potencia de la oralidad. Lo infinito en un junco recorre la historia universal de los libros desde la antigüedad, como si ella misma se lo contara antes de dormir “para mantener despiertos los libros”. “Descubrí la literatura a través de la palabra viva. Mis padres me dedicaban ese momento para estar juntos, para compartir la historia. Era un viaje con ellos”.

Unas veces era el padre, otras la madre. “Me contaban el cuento, estaban conmigo, eran mis compañeros, nos desgajábamos de la realidad de mi dormitorio, viajábamos juntos a otros mundos. La oralidad tenía un poco de teatro...”. Era una experiencia incomparable con la literatura escrita. “Una de las cosas que lamento es que ya nadie me cuenta historias ni me lee en voz alta. Cuando nos hacemos adultos nadie nos lee... Los libros tienen otras ventajas: eres tú el que elige, y por lo tanto eres más libre. Te relacionas a solas, eliges el ritmo, y eso supone el descubrimiento de la intimidad”.

En su libro ella descubre a san Agustín viendo por primera vez a alguien leer en voz baja, y ese alguien era san Ambrosio. “Era como darle voz a la palabra. Le parece magia: lee alguien que está físicamente cerca de mí, pero está fuera de mi alcance. Su espíritu, podríamos decir su mente, está en otro lugar inaccesible para mí. A san Agustín eso le impresionó. Ese es uno de los primeros testimonios de la intimidad de un individuo que está absorto en sí mismo y ha perdido el contacto con lo que está a su alrededor. Ha escapado”.

Ahora seguimos leyendo en voz baja, pero nos leen en voz alta. “Están la radio, los podcasts, los audiolibros, porque seguimos deseando una voz como la de Scherezade que nos cuente un cuento al dormirnos, o por la mañana, cuando nos sentimos solos”.

—¿Cuál sería la palabra que ahora marca su vocabulario?

—Sosiego. Para leer. Para dejar de saltar de una cosa a otra. Para disfrutar de la música de las palabras.

—La música amenazada de las palabras.

—Me preocupa la salud de las palabras. Tiene mucho que ver con la salud de la sociedad. Estamos perdiendo el contacto con los que no piensan como nosotros. Las redes y los algoritmos tienden a rodearnos de lo que nos gusta y de lo que nos interesa, y nos disocia y nos separa de lo diferente. Me preocupa el arrinconamiento de las humanidades. El descrédito de la educación. Creo que hay cosas muy importantes que defender: la sanidad, la educación, el encuentro con lo diferente y la salud de las palabras.

Lo infinito en un junco es también, en ese sentido, un manifiesto suave y rocoso a favor de la música de leer.

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