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Crítica | Vida oculta
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Sublime a tiempo parcial

El postrero cine demasiado peripuesto de Malick no atraviesa porque la sistemática hace tiempo que carga, siempre la misma

August Diehl, en 'Vida oculta'. En vídeo, un adelanto de la película.
Javier Ocaña

Al lirismo le sientan mal la reiteración y la grandilocuencia porque lo que acecha ahí al lado son la autocomplacencia y el empacho. Quizá por ello, paradojas de la vida artística, a Terrence Malick le han venido siempre bien las pausas. De demasiado tiempo, decíamos entonces sus fanáticos, hasta 20 años entre Días del cielo y La delgada línea roja. Sin embargo, cuando el estadounidense logró salir de sus largos retiros y se puso a hacer cine con la habitualidad de otros, cinco largometrajes entre la obra maestra El árbol de la vida (2011) y esta Vida oculta (2019) que hoy se estrena, se le acabaron viendo los hilos artísticos, las metáforas y hasta las cadencias. Quizá sea imposible ser sublime a tiempo completo.

VIDA OCULTA

Dirección: Terrence Malick.

Intérpretes: August Diehl, Valerie Pachner, Franz Rogowski, Karl Markovics.

Género: drama. EE UU, 2019.

Duración: 180 minutos.

Aun así, Vidas ocultas supone una cierta recuperación de la emoción tras la (a ratos) ridícula To the Wonder y el fracaso (casi) unánime de crítica de Knight of Cups (2015) y Song to Song (2017), que ni siquiera llegaron a los cines españoles. Esta vez el remilgo visual y textual del último Malick viene de la mano de un tema mayor y de unos subtextos interesantísimos, que entroncan bien con la magnífica La delgada línea roja, lo que deja en pie, al menos, a la excelente primera hora y cuarto de metraje, de las innecesarias tres horas finales.

En la odisea personal y social del campesino austriaco al que le atropelló la guerra, el nazismo y la Historia, con mayúsculas, objetor de la ideología del odio en un tiempo de rencor y de ovejas en el rebaño, hay temas de enorme complejidad que Malick capta a través de sus habituales paisajes físico y humano, el de la naturaleza y el de los rostros. Son las certezas de un mártir sin nombre, uno de esos olvidados que, como bien se ocupa de explicitar el relato, nunca trascendieron pero permitieron poner las bases de nuestras sociedades actuales. Son los retazos de felicidad y verdad entre la poesía, las carreras, los juegos y los llantos de los niños. Es la dignidad en las miradas de un hombre y una mujer que se quieren. Son las humillaciones de la masa resentida.

En la segunda y tercera partes del relato, la de la cárcel y la del juicio, sin embargo, el postrero cine demasiado peripuesto de Malick no atraviesa. Porque la sistemática hace tiempo que carga, siempre la misma, con tres esencias: las tomas con steadycam y la utilización de los grandes angulares; la constante voz en off y la narración de corte lírico, y la utilización de músicas clásicas entre la belleza de la imagen. El fantástico director de Malas tierras no necesita otra pausa, pero quizá sí renovar un tanto su estilo, porque demasiadas imágenes de sus últimas películas parecen intercambiables.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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