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Crítica | Malasaña 32
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Miedo de barrio

Entre tanto lugar común, de algo más de una hora de metraje, se van abriendo interesantes vetas relacionadas con el diseño de producción, el vestuario y los detalles sociales

Imagen de 'Malasaña 32'. En vídeo, un avance de la película.
Javier Ocaña

MALASAÑA 32

Dirección: Albert Pintó.

Intérpretes: Begoña Vargas, Bea Segura, Sergio Castellanos, Iván Marcos.

Género: terror. España, 2020.

Duración: 102 minutos.

El cine español ha ido advirtiendo que el terror de las casas encantadas no tiene por qué ocupar oscuros páramos góticos o venir bajo una inscripción de encanto anglosajón del tipo Amityville o Hill House. El precedente de [·REC] (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007), sin embrujo pero con epidemia vírica, y sobre todo de Verónica (Plaza, 2017), con su miedo cotidiano, sus fantasmas de barrio y su terror social, de no llegar a fin de mes y niños cuidándose solos, de platos duralex y merienda de pan con chocolate, han llevado sin duda hasta Malasaña 32. Cualquiera que haya vivido en una casa de vecinos del barrio madrileño, con sus escaleras desvencijadas y sus portalones de madera, sus viejas mirillas de latón y sus aún más viejos y hoscos vecinos, sabe que el horror puede esconderse a un paso de baldosa resquebrajada. Y así lo han visto los responsables de esta competente película española, de férrea producción, convencional puesta en escena, excesivo estereotipo y notable desenlace.

El prólogo anterior a los créditos, que si no es demasiado largo lo parece, ejerce de paradigma del ritmo, de los detalles narrativos (o de su falta) y de los modos de dirección de Malasaña 32. Albert Pintó, coautor de la curiosa Matar a Dios (2017), confunde la dilatación del tiempo con la desmayada ejecución de unos clichés de cámara y encuadre que ya no asustan a nadie, salvo el inevitable estallido de música. No hay tempo que sorprenda ni planos que perturben. Y en ello tiene mucho que ver la acumulación de tópicos de guion: la pelotita que rueda por el suelo y la escalera (aquí, canica); el niño abducido que se comunica desde una dimensión paralela; la televisión que se enciende sola; la mudanza de una familia con tragedia personal a cuestas.

Sin embargo, entre tanto lugar común, de algo más de una hora de metraje, se van abriendo interesantes vetas relacionadas con el diseño de producción, el vestuario y los detalles sociales: el trasvase campo-ciudad; los nuevos trabajos en Galerías Preciados y Pegaso de los padres; el sueño de Iberia de la hija mayor; la envenenada costumbre de la época de poner a dormir a los críos pequeños con los abuelos medio enfermos.

Y así, casi sorprendentemente, se llega a una estupenda media hora final, a partir de que toda la familia unida vea a la mujer fantasma. Con un apreciable clímax, apoyado en dos acciones en paralelo (una con espectacular brío, otra calmada y aterradora); dos bellas explicaciones a los conflictos principales (el del fantasma, y el del secreto en el pueblo); y la imponente aparición de la pareja de médiums que forman Concha Velasco y María Ballesteros.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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