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CAFÉ PEREC
Columna
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Esa conjura que anda por ahí

Argentina recoge el testigo de la intensidad intelectual de Francia

Fotograma de 'Lemmy contra Alphaville'.
Fotograma de 'Lemmy contra Alphaville'.
Enrique Vila-Matas

Imaginé que llegaba a una ciudad fría, glacial, que me recordaba la Alphaville de Godard. Había sido contactado por un secreto grupo extranjero y en un momento determinado entraba en una cabina y hablaba con una operadora que me repetía varias veces que no le estaba permitido darme determinada información. Aquella telefonista se habría llevado una buena sorpresa de saber qué en realidad yo sólo buscaba confirmar mi intuición, mi sospecha, de que si durante años Francia había sido el único país literario del mundo, últimamente el culto a la literatura se había desplazado a diferentes territorios, algunos más flotantes que terrenales. Uno de ellos —conjeturé consciente de que seguía imaginando— tenía el aire de una conjura argentina, pero ésta, aun manteniéndose en un registro discreto, parecía internacional y era particularmente activa a la hora de recoger el testigo de la intensidad intelectual de Francia.

Cuando lo imaginado cesó de golpe, lamenté tanto que hubiera quedado todo interrumpido que al final logré seguir imaginando, es decir, sospechando libremente, sin reprimirme. Y al conjeturar cada vez más a fondo sobre esa conjura que para mí era como algo o alguien que andaba por ahí, fui viendo que ésta podía estar inspirándose en una conspiración que había creído detectar en más de una ocasión en obras de autores bien distintos entre ellos, pero unidos por su afán de no traicionar las esencias de lo que un día llamamos literatura: escrituras de Schweblin, Mairal, Chitarroni, Tabarovsky, Sarlo, Fresán, Mavrakis, Cohen, Gainza, Becerra, Schierloh, Caparrós, Molloy, Sagasti, Pron, Moreno, Sabbatella, Berti, Zooey, Sández, Pauls, Cozarinsky, Almada, entre tantas otras.

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Y creí entonces caer en la cuenta de que lo imaginado, incluidas mis cábalas acerca de una conjura etérea e internacional, procedían del día en que Sergio Chejfec había respondido así en Caracas en 2007 a la pregunta de cómo veía desde fuera la literatura argentina: “Saer, Aira, Libertella, la recuperación crítica de Osvaldo Lamborghini, todo eso impactó en términos de actitud. Se volvió a la idea de que no es necesario contar con demasiados protocolos y autorizaciones simbólicas para hacer literatura. Es un modo de escribir que aparece sin pedir permiso”.

Había sido aquel “sin pedir permiso” el que me había abierto los ojos y el que, con el tiempo, me había llevado hasta aquella ciudad glacial que me recordaba Alphaville, donde una telefonista actuaba ahora como si temiera que acabara recabando más información sobre aquel complot surgido sin la autorización de Francia y que sólo había yo intuido o, si lo prefieren, imaginado: una conjura fundada por lectores que con los días se habrían ido transformando en críticos que a su vez habrían comprendido que, si querían honrar a la literatura, tenían que perderse ejemplarmente por la llamada “senda del crítico Barthes” y convertirse directamente en escritores; es decir, bajar al ruedo y prolongar, por otros medios, aquello que siempre estuvo en juego en la literatura.

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