La Scala de Milán redefine su histórica apertura en la pandemia
El teatro milanés arranca su temporada con un espectáculo pensado para la televisión con 24 voces y un ballet que marcan un cambio de paradigma escenográfico
El terror de los músicos y cantantes al abucheo de los exigentes loggionisti, el éxtasis por el aplauso interminable o la decepción por el látigo de la indiferencia de una platea cada vez más poblada por turistas y excéntricos millonarios deberá esperar otro año. Un anfiteatro y palcos completamente vacíos como no habían estado desde la Segunda Guerra Mundial, un escenario de trinchera y supervivencia cultural que La Scala de Milán preparó cuidadosamente para poder llevar a buen puerto en tiempos de pandemia la apertura de la temporada más mediática del mundo operístico. Primero sonó el himno de Italia cantado por una encargada de la limpieza que recordaba recientes viejos tiempos; entraron los maquinistas, eléctricos, cantantes. Todos con mascarilla. El título lo decía todo, a A riverder le stelle, el último verso del Infierno de La Divina Comedia de Dante. No está claro, sin embargo, si reaparecerán pronto las estrellas. De momento, solo las que desfilaron por el escenario del teatro milanés en un greatest hits operístico nunca visto aquí en un día como este.
La Scala había previsto abrir su curso con una ambiciosa Lucia di Lammermoor de Davide Livermore, ex director artístico del Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia, que consumaba su triplete cortando el precinto de la temporada el día de San Ambrosio. Pero no tenía sentido sin público, con un elenco comprometido por las restricciones de viajes y seguridad. Especialmente en la ciudad que más ha sufrido de Italia en los últimos meses y que todavía no ha curado sus profundas heridas. Se optó entonces por un espectáculo pensado para la televisión, fragmentado y con un desfile de artistas poco común en una apertura de este tipo. Fueron 24 voces de la constelación operística que iba de Luca Salsi, que interpretó el Cortigiani vil razza dannata del Rigoletto de Verdi, a Juan Diego Flórez (con Una furtiva lacrima), a Roberto Alagna (que volvía a La Scala después tras haber jurado hace 14 años que no regresaría tras ser abucheado con una Aída) y a un redimido Plácido Domingo.
El show empezó con Rigoletto y se cerró con el final catártico de Guillermo Tell. Una secuencia acompañada de las imágenes de la Tosca interpretada en 1946, cuando La Scala reabrió después de la guerra. Un escenario tan lejano y próximo en estos tiempos. El desafío propuesto por el intendente Dominique Meyer y el director Riccardo Chailly, de espaldas al escenario todo el tiempo, buscaba superar las limitaciones de la pandemia. Un reto perfecto para Livermore, acostumbrado a trabajar con formatos tecnológicos. Un aviso de los tiempos que vienen y de lo que ha sido este año en materia de difusión cultural: Rai 5 emitirá 1.200 horas de música respecto a las 250 de 2019.
Una fórmula aplicada cada vez más teatros como el San Carlo de Nápoles (que abrió su temporada con Cavalleria Rusticana a 1,09 euros en Facebook) o en la espectacular propuesta de la Ópera de Roma para arrancar el curso con El barbero de Sevilla, con Daniele Gatti en el foso, que usó todo el espacio del teatro para la representación. Funciones cada vez más pensadas como espectáculos audiovisuales que teatrales, tal y como descubrió el negocio del fútbol hace ya muchos años. Una evolución acelerada en la penuria artística de la pandemia. Y económica. Hoy, las grandes orquestas y teatros de ópera ingresan o aspiran a ingresar más por sus clientes digitales que por sus fieles abonados de butaca y programa de mano. Sin mencionar el interés de los patrocinadores ese tipo de espacios. El Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín (su plataforma en streaming) ofreció 30 días gratis de prueba durante la pandemia a los que se conectaron 600.000 personas para ver tres millones de horas de conciertos. ¿Quién puede competir con esas cifras?
El espectáculo de Livermore fue el lunes descifrando los vericuetos que unen al cine y la ópera, con referencias a Fellini y un regreso a los estudios de Cinecittà. También se pusieron al descubierto las costuras que unen la escena y el vestuario, justo en el momento en que la moda se ha quedado sin pasarelas donde exhibirse y se buscan nuevas fórmulas, como ha demostrado estos días Alessandro De Michele (Gucci) con Gus Van Sant. Prestaron su talento ayer a la causa Giorgio Armani, Dolce & Gabana o Valentino.
El espectáculo, no apto para fundamentalistas de partitura en el regazo, fue un tutti frutti lírico de arias pensado para sofás y meriendas en casa de un día San Ambrosio tan particular. También se dio la palabra al actor Massimo Popolizio, que recordó a través de las palabras de Ingmar Bergman el sentido del teatro, lugar donde se dirimen tantos asuntos que la ley no puede resolver. Y se eligió una cita de Ezio Bosso para entender lo que, en realidad, puede representar una buena una orquesta. Justo en el escenario donde la música y la política solían saldar viejas cuitas con la mirada puesta en el Palco Real del teatro, donde casi cada año se sentaba un primer ministro distinto (lo sabe bien Silvio Berlusconi): “Una orquesta es el lugar de la democracia donde todos deben sonar lo mejor posible para que todos suenen mejor”. Sirve hoy para casi todo.
Babelia
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