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Una eficaz Andrea Chénier abre la temporada de La Scala

La obra de Umberto Giordano, dirigida por Riccardo Chailly y con Anna Netrebko como Maddalena, inaugura la estación operística en Milán con escasa representación política

Daniel Verdú
El reparto de Andrea Chénier, con el director Riccardo Chailly (segundo por la izquierda) y Anna Netrebko (en el centro).
El reparto de Andrea Chénier, con el director Riccardo Chailly (segundo por la izquierda) y Anna Netrebko (en el centro). Daniel Dal Zennaro (EFE)

La noche de San Ambrosio tiene la extraña virtud de convocar al poder y al terror en el mismo escenario. La apertura de temporada operística más reseñada del mundo recuerda al país su gloria fundacional y la excelencia lombarda, pero también la eterna brecha entre las múltiples Italias. Aquí los sindicatos atizaron a los gestores durante años y amenazaron con enterrar la famosa prima —ayer levantaron pancartas a ritmo de AC/DC y del Bella Ciao desde la plaza—. Mario Capanna lanzó huevos en el 68 italiano contra la arrogancia burguesa e, incluso dentro del teatro, el público del gallinero, el más integrista, tiene la capacidad de aterrar a un cantante y al gestor que lo contrató. Ayer, la noche estaba blindada —en la calle y en el reparto— y la única guillotina fue la de la última escena de Andrea Chénier, la gran ópera de Umberto Giordano donde el poder, el amor y el terror constituyen como, el propio 7 de diciembre milanés, un perfecto relato en cuatro cuadros. El público lo celebró a lo grande.

Los temidos ‘ultras’ del coliseo, los ‘loggionisti’, apenas silbaron ayer

La Scala conserva, especialmente una hora antes de comenzar la función, ese aire de celebración del poder, de cuando sus representantes se exhibían con mayor naturalidad a las puertas del teatro y la gente corriente los admiraba apostada desde las vallas metálicas de la plaza. Ayer, sin embargo, muchos entraban por los laterales discretamente o a hurtadillas por la puerta de atrás mientras un nuevo perfil de visitante —muchos rusos, alguna instagrammer en busca del millón de likes patrocinados— desfilaba bajo los flashes por el pasillo principal. Poca presencia política. El año pasado, tres días antes del estreno, Matteo Renzi metió la cabeza en la guillotina del referéndum constitucional y aguó la fiesta en el palco. Ayer la crónica política hubo de conformarse con el alcalde de Milán, Giuseppe Sala, el ministro de Cultura, Dario Franceschini, o la subsecretaria del Consejo, Maria Elena Boschi, que cabalga desde hace meses bajo la tormenta de escándalos bancarios de su padre.

El riesgo del debut

La elección de la verista Andrea Chénier, una historia de amor ambientada en la etapa del Terror de la Revolución Francesa, podría parecer algo extraña si no fuera por el empeño del director Riccardo Chailly por recuperar la ópera de finales del siglo XIX y comienzos del XX —el año pasado abrió con Madama Butterfly, de Puccini—. Él mismo la dirigió hace 32 años en el templo milanés, donde la pieza no había vuelto más desde entonces. Esta vez lo hizo con una realista puesta en escena del cineasta Mario Martone, que utilizó un eficaz eje giratorio para cambiar de escena y subrayar el bucle melancólico en el que termina sumida siempre cada revolución. El riesgo del montaje, sin embargo, residía en la alta exigencia al tenor protagonista, Yusif Eyvazov, que ayer debutaba en La Scala con una pieza en la que debía mostrar sus credenciales vocales desde la primera escena.

Anna Netrebko acompañó sobre el escenario a su marido, el tenor Eyvazof, en su debut en La Scala

Y tenía un problema añadido. Eyvazov es el marido de Anna Netrebko, que ayer volvió a brillar en el papel de Maddalena y en la ejecución fantástica del aria La mamma morta. Con ella, en pleno esplendor de su carrera, no había dudas. Tampoco con el solvente Luca Salsi en el papel del criado (Gérard). Pero sobre el consorte pesaba la terrible losa de la maridocracia que impone la diva rusa. “Un héroe”, le definió Chailly, que conoce el paño y se olía el peligro al que se exponía. Y salió airoso. Supo utilizar los colores apropiados para un papel extremadamente exigente. Y el público, que le esperaba intrigado, le aplaudió considerablemente en el entreacto y al final de la función. La ovación duró 11 minutos: correcto en una apertura milanesa (Madama Butterfly se llevó 13 el año pasado), y hubo algún silbido y leve abucheo, por supuesto, procedente del lugar habitual.

A 3.000 euros la entrada, el público asiste con mayor complacencia al espectáculo desde la platea. Pero los loggionisti —algo así como los hooligans musicales del teatro— están siempre listos para la bronca. Se sientan en los asientos baratos, acuden con la partitura en la mano y acuchillan con extraordinaria frialdad al cantante que da mal una nota recordando que la ópera en Italia todavía es una fiesta capaz de derramar sangre. No es broma. Tienen en su historial hazañas tan significativas como echar del escenario en plena función de Aida al tenor Roberto Alagna, que ya no quiso volver más. A los ultras del gallinero, por supuesto, esa decisión les pareció infantil. Y ayer no se les escuchó. Buena señal. O quizá también eso haya cambiado.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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