Muere Pedro Iturralde, pionero y maestro del jazz en España, a los 91 años
El saxofonista navarro hizo historia con sus tres volúmenes de ‘Jazz Flamenco’, reconocidos mundialmente, y ostentó la primera cátedra española de saxo en el conservatorio de Madrid
Cuentan sus allegados que hace un par de días decidió no levantarse de la cama. Se sentía desganado y apático, pero sin ningún síntoma que hiciera temer por su salud. Y así, acostado y tranquilo, agotó las últimas horas de su vida hasta que el corazón se le apagó en los primeros compases de esta festividad de Todos los Santos. Pedro Iturralde Ochoa, navarro de Falces, leyenda del jazz europeo y pionero mundial en el acercamiento entre el jazz y el flamenco, falleció este domingo en su domicilio madrileño del distrito de Moncloa a los 91 años de edad. Le acongojaba la idea de morir sin descendencia, pero desde este día son varias las generaciones de músicos españoles, clásicos y contemporáneos, jazzísticos y populares, que se sienten huérfanas.
Fue Iturralde hombre de orígenes humildes que huyó de ínfulas y grandilocuencias, pese a que no le faltaban motivos objetivos para sacar pecho. Su huella se extiende durante más de siete décadas de trabajo infatigable, desde que de preadolescente comenzó a soplar las primeras notas en la banda municipal de Falces. Todos le conocían como Pedrito, el nieto de Perico, el molinero del río Arga. Pero la pasión musical ya circulaba por la sangre de su padre, que se manejaba con el requinto, la guitarra y el laúd con no poca soltura. Podía haber seguido la senda de los instrumentos de cuerda, pero los azares de la vida le llevaron hasta los de viento: padeció una grave bronconeumonía a los cinco años y el médico familiar recomendó que el chiquillo mejorase la capacidad de sus pulmones “dándole al saxofón o a algo parecido”. Décadas más tarde, qué cosas, aquella extravagante sugerencia facultativa se tradujo en histórico hito musical el día que Iturralde fue investido primer catedrático de Saxo en el Real Conservatorio de Madrid.
La mirada se le empezó a ensanchar al joven Pedrito a partir de los 18 años, enrolado con una orquestina catalana que le llevó de gira por todo el norte de África, de Orán a Casablanca, Túnez, Tánger o Argel. Regresó in extremis para que no le declarasen prófugo del servicio militar, y para entonces ya era un autodidacta con fuego en las yemas de los dedos. La voz no tardó en correrse por los pueblos navarros, donde la consigna “¡Que toque el hijo del molinero!” se hizo habitual durante las fiestas populares.
Pero Iturralde nunca quiso quedarse en las figuras de animador y virtuoso. Llevaba bastantes años labrando en su imaginación la fusión (aunque él recelaba de ese término) entre el jazz y las cadencias andaluzas. Había indagado en la música griega, admiraba las grabaciones populares de La Argentinita junto a García Lorca y en sus años mozos, cuando ambientaba como pianista las veladas del Café Comercio de Logroño, debía manejarse con soltura en un repertorio rico en coplas, cuplés y zarzuelas. Iturralde nunca aceptó los prejuicios que, en ciertos sectores, ya despertaban entonces las músicas de resonancias genuinamente españolas. Tampoco quiso jamás imprimir una lectura, digamos, ideológica, en torno a la aceptación de tal o cual género. Una melodía hermosa es una melodía hermosa, venía a decir. Y en ese sentido, trabajar sobre esos bellos dibujos melódicos, pero incrustados en las revolucionarias estructuras armónicas del jazz, siempre le pareció una idea muy poderosa.
Eran tiempos muy grises para la cultura, y para la vida en general, en aquella España tutelada por la mano del dictador, pero Iturralde se las ingenió para empezar a compartir cartel en los locales madrileños con algunos de los más grandes de la época, desde Donald Byrd a Lee Konitz, Hampton Hawes, o Gerry Mulligan. Y se convirtió en un habitual del Whisky Jazz, el primigenio club que abría sus puertas cada noche en el número 10 de la calle del Marqués de Villamagna. Allí empezó a sonar —cada vez con mayor frecuencia, cada vez con más éxito— la traducción al lenguaje del jazz que Pedro había realizado en torno al Zorongo gitano (“Las manos de mi cariño / te están bordando una capa / con agremán de alelíes / y con esclavinas de agua…”). El de Falces conocía la pieza a través de las históricas grabaciones para La Voz de su Amo de La Argentinita y Lorca, en 1931. Otras tres piezas más de aquellos históricos discos de pizarra (Las morillas de Jaén, En el café de Chinitas y ¡Anda, jaleo!) terminarían pasando por los dedos del navarro.
Frente a los poderosos ejércitos de Francia, Alemania, Suecia o hasta Polonia, los jazzistas españoles debían ejercer como solitarios francotiradores y contentarse con trabajar como esforzados músicos de sesión o echarse a los brazos de la producción de pop, como Juan Carlos Calderón. Ahí estuvo siempre Iturralde, solo superado en términos de fama internacional por el otro tótem de la escena, el pianista ciego Tete Montoliú. Pero autor de tres discos esenciales en la historia del jazz europeo, joyas de coleccionista en sus ediciones originales y un verdadero galimatías para el aficionado desavisado: ¡Jazz Flamenco!, volúmenes I y II y Flamenco Jazz.
Los primeros se grabaron en los estudios de Hispavox en Madrid en dos sesiones separadas por un año, 1967 y 1968. El tercero fue, entre medias, una producción en Berlín para el sello SABA, bajo los auspicios del gran divulgador del género en Europa, el crítico alemán Joachim E. Berendt. En las tres ocasiones se repite la receta (suma de flamenco y jazz) y los ingredientes (un grupo que incluía a Paco de Lucía a la guitarra, firmando como Paco de Algeciras para sortear otros compromisos discográficos). “Tal vez sea el berlinés el que más se escuchó fuera”, explica el dj e investigador discográfico madrileño Javi Bayo, que escribió el libreto de las más recientes reediciones de esos discos. En esos textos avisa de que hubo antecedentes a ese experimento, algunos tan ilustres como Sketches From Spain, de Gil Evans y Miles Davis, y Ole, de John Coltrane, aunque Iturralde fuera el primero en hacerlo desde la cercanía a la cultura flamenca (con permiso del oscuro esfuerzo del baterista mexicano Tino Contreras, un EP de 1966 que muy pocos conservarán en la memoria).
Las primerísimas interpretaciones de ¡Jazz Flamenco! acontecieron en el Whisky Jazz, donde una de las primeras noches se acercó a la banda un viejo aficionado para felicitar a los músicos por su recreación de Zorongo gitano. “Lo de ustedes tiene tanto mérito como lo que hizo Miles Davis para Sketches of Spain”, les piropeó. Todos asistieron complacidos, pero, cuando el hombre se marchó, se preguntaron los unos a los otros y llegaron a una conclusión sorprendente: ninguno conocía muy bien aquella grabación de 1960 en la que Davis había trabajado sobre la música de Rodrigo o Manuel de Falla. Iturralde, tampoco. “En el fondo, nos vino bien”, nos reconocía una tarde de tertulia en su propio domicilio el saxofonista. “No nos influyó el trabajo de Miles, pero conocer a posteriori su existencia sirvió para convencernos de que íbamos por buen camino”. Y remachaba, divertido: “La verdad es que aquel encuentro en el Whisky Jazz sirvió para que Berendt y los alemanes se animaran bastante con el proyecto”.
Nunca igualó Pedro Iturralde ni la popularidad ni la trascendencia de su hallazgo seminal, ese encuentro entre jazz y flamenco que ha servido como alimento directo para músicos que a día de hoy siguen siendo estandartes de la cultura española en el extranjero, desde el saxofonista Jorge Pardo al pianista Chano Domínguez, el contrabajista Javier Colina, el bajista Carles Benavent o el percusionista Tino di Geraldo. Pero el nieto del molinero siguió en activo hasta que la pandemia lo descabaló todo. Eran celebradísimas sus periódicas comparecencias en salas madrileñas como Clamores, Galileo Galilei o el Café Central. El Gobierno vasco le concedió en 2011 el Premio Jazz Euskadi, del mismo modo que ya ostentaba la Medalla de Oro de las Bellas Artes (2009), el premio Príncipe de Viana de la Cultura (2007) y, esa misma temporada, el premio Toda una Vida, instaurado por la Academia de la Música. En los estantes de su casa madrileña también relucía el premio de la Comunidad de Madrid a la Creación Musical en 1992, el año que su tema Old friends resultó escogido para integrar el repertorio de la big band creada con motivo de la Cumbre Europea de Maastricht.
Y no acababan ahí los motivos de Iturralde para su hueco en la historia, como el primer y segundo premio del Concurso Internacional de Composición de Temas de Jazz en Mónaco, obtenidos respectivamente por Like Coltrane (1972) y Toy (1978). Pero ningún logro, ni siquiera el eco mundial de Jazz Flamenco, le hacía sentir tan feliz como aquella primera plaza de saxofón en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, una responsabilidad docente de la que ya no se desprendería hasta su misma jubilación, en 1994. “En el Conservatorio de París tenían plaza de saxofón desde 1942, pero a mí me tuvo que examinar en su momento un clarinetista. En esto, y en algunas otras cosas, supongo que he sido pionero”, enunciaba con orgullo legítimo.
A Pedro Iturralde le dio tiempo a interpretar a todos los clásicos y contemporáneos, integrar la Orquesta Nacional, la Orquesta de Cámara de Víctor Martín o las sinfónicas de RTVE, Tenerife o Asturias; aportar su sapiencia como instrumentista en discos extraordinariamente difundidos de Luis Eduardo Aute, Joan Manuel Serrat, Miguel Ríos, Raphael o Mari Trini. Incluso escribió bandas sonoras como la de El Viaje a ninguna parte (1986), de Fernando Fernán-Gómez, que hoy debería sonar a modo de epitafio. Su saxo, como prolongación natural del cuerpo, le acompañó siempre en la habitación. La suya era una alianza no ya duradera, sino inquebrantable. “El saxo es el instrumento musical más cercano a la voz humana. Supongo que me enamoré de él por eso. Al principio no lo sabía; ahora, sí”.
Así era Pedro Iturralde. Pura sabiduría. Y pese a todo ello, aún era capaz de ofrecer conciertos en Madrid el 2 de enero, una fecha en la que nadie se tomaba la molestia de programar una actuación. El segundo día del año 2019 inauguró la temporada en la sala Galileo Galilei, como el más sacrificado de los currantes. Prefería ya tocar sentado, por minimizar esfuerzos, y admitía por lo bajini que “en algún momento” habría de sopesar la retirada, pese a lo que ofreció un precioso concierto de 80 minutos. En lugar de presumir de sapiencia, le apuraba reconocer sus hipotéticas lagunas. “Porque cuanto más aprendes, menos sabes”, nos confesó. “Y a mí me desanima darme cuenta de cuántas son aún las cosas que desconozco”.
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