Pedro Iturralde encara su séptima década en los escenarios
El saxofonista, decano del género en España, se prepara para celebrar este año su 90 cumpleaños aún en activo
No hay mucha oferta de conciertos un 2 de enero en Madrid, día aún de resaca para los músicos nacionales y de vacaciones para la parroquia internacional. Pero a los aficionados con síndrome de abstinencia les queda desde hace décadas la opción del incombustible Pedro Iturralde, que a sus 89 años y medio se plantificó puntualmente en la sala Galileo Galilei para ofrecer, como si tal cosa, hora y media de su proverbial magisterio. Y así seguirá siendo mientras quede carburante en el depósito. “A veces me noto cansado y siento que lo tendré que acabar dejando”, murmura el saxofonista y clarinetista navarro (Falces, 1929) cuando va a cumplir siete décadas de servicio infatigable. No se lo tomen muy al pie de la letra. En cuanto se apagan las luces, vuelve a comportarse como el chiquillo inquieto e incondicionalmente melómano de siempre.
Admite Iturralde que las Navidades se le atragantan un poco. “Me entra, no sé, algo de morriña”, reconoce por lo bajini, no muy amigo del tono confesional. “He trabajado muchísimo toda esta larga vida, pero a costa de descuidar la parte personal. Y en estas fechas me vienen a la cabeza la infancia, la familia, el pueblo. Enviudé de mi primera mujer y me ha faltado cumplir el mandamiento bíblico: creced y multiplicaos”.
Se sabe el maestro en el invierno de los días, pero le ilusiona ese 3 de julio venidero en el que cumplirá el sueño de llegar a nonagenario. Pronunciará entonces, como en todos los momentos señalados, esa Plegaria para el Supremo Hacedor que él mismo concibió para agradecer a las alturas la vida venturosa que le fue concedida. “Le pido al Creador que me dé la luz, el calor, la vida y la energía, que me conceda el amor y algo de su sabiduría. Que perdone mis errores y me salve de todo mal”, enumera. Y aclara, por aquello de que conste: “Porque no he sido muy practicante, pero sí buen cristiano”.
¿Sabiduría? Pedro Iturralde fue, con Tete Montoliú, el gran pionero y dinamizador del jazz en España, y entre sus méritos incuestionables figuran el desarrollo primigenio del jazz flamenco (su disco homónimo de 1968 para Hispavox, junto a Paco de Lucía, es historia pura) y haber ostentado la primera cátedra de saxofón que conoció el Real Conservatorio de Madrid. “Pero cuanto más aprendes, menos sabes”, avisa con la lucidez de quien lleva mucho camino andado. “Y a mí me desanima darme cuenta de cuántas son aún las cosas que desconozco”.
Se confiesa sin pudor, poco ducho en materia política. “Me tocó vivir una época, el franquismo, en que no podía ni mencionarse ese tema. Por eso mismo no me molesté en aprender nada al respecto y preferí dedicarme a la música. Siempre la música”. Ahora pugna por mantenerse al tanto de la actualidad, pero a veces se le antoja demasiado compleja. Y eso le frustra. “No me aclaro bien y esa dificultad acaba por influir en mi estado de ánimo. Me gustaría comprender mejor las cosas. Siento simpatía por este chico joven, cómo se llama… ¡Albert Rivera! Habla claro y me parece bonito lo que expresa, pero me pierdo en todo lo demás”.
La lucidez no le abandona, en cambio, cuando recrea una noche más a Gershwin, Ellington, Artie Shaw, Rodrigo o Turina con su sempiterno saxo, entregado a unos dedos que conservan, por algún sortilegio prodigioso, casi toda la agilidad de los años mozos. “El saxofón nos lo enseñaban profesores de clarinete, que siempre nos miraban un poco por encima del hombro. Repetían que el suyo era un instrumento más noble, con dos siglos más de historia. Pero yo había aprendido a tocar los dos en la banda…”. Porque había sido ahí, en la banda municipal de Falces, donde empezó todo. “Mi abuelo Perico construyó un molino de agua a orillas del río Arga y mi padre siguió explotándolo, pero se manejaba con el requinto, el laúd y la guitarra. Y tuvo el acierto de apuntarnos a música tanto a mis hermanos Javier y Manuel como a mí”.
El pequeño Pedro, que a los cinco años había superado una bronconeumonía, se puso a funcionar a pleno pulmón. "Salí de casa por primera vez a los 18 años, con una orquesta catalana, y luego giré por Orán, Casablanca, Argel, Tánger, Túnez… Cuando regresé a Navarra, para que no me declararan prófugo de la mili, ya era un demonio improvisando solos. Y por los pueblos gritaban: ‘¡Que toque el hijo del molinero, que toque el hijo del molinero!”.
Su hermano Manuel sigue residiendo en la localidad natal, hasta donde Pedro le hizo llegar hace poco su mejor saxo alto, con baño de plata, “para que lo luzca y presuma”. Javier, gemelo de Manuel, llegó a componer música sacra, pero falleció demasiado pronto. Y Pedro Iturralde Ochoa, aquel ojito derecho del molinero, conserva aún la llama viva y el amor intacto por los clásicos. Conste que procura permanecer al tanto del pop y las novedades artísticas, pero echa en falta mejores letristas. “Antes, la música popular se nutría de poetas y ahora los jóvenes se conforman a veces con meras rimas. Cualquiera que escuche con detenimiento la copla o las canciones de Duke Ellington se dará cuenta de que no solo aportaban valor musical, sino literario”. Y se despide con una confesión. “¿Sabe?, creo que yo también podría haber sido un buen cantante. En Francia me insistieron mucho en que emprendiera carrera como vocalista y yo pensé: he estudiado demasiado clarinete y saxofón como para desperdiciarlo. Pero ahora pienso que con un buen mánager de esos sí que podría haberme lanzado".
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