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DESDE EL PUENTE
Columna
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Paul Gauguin vuelve al paraíso

El cuadro 'Mata Mua' vino de Polinesia y sufrió múltiples avatares antes de llegar al barón Thyssen en una subasta de Sotheby’s

Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
Trabajos de embalaje del cuadro de Paul Gauguin ‘Mata Mua’, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, en junio de 2020.EL PAÍS
Manuel Vicent

Puede uno imaginar qué sería del Museo Thyssen-Bornemisza si en lugar de estar donde está, en un palacio remodelado a su antojo, amparado por la sombra protectora del Prado y a unos pasos del Reina Sofía se hallara situado en Cuatro Caminos, en Vallecas, en la plaza de Castilla o incluso en cualquier calle del barrio de Salamanca de Madrid, valiéndose solo por sí mismo. Sin duda, su valor e impacto social quedarían reducidos a menos de la mitad. El hecho de que esa colección formada a voleo, sin un criterio estético preestablecido por el barón y sus antepasados, esté unido a perpetuidad al nombre de Thyssen-Bornemisza y prestigiada por la proyección internacional del Museo de Prado son valores inmateriales, pero altamente contables en economía. Negociadores políticos incompetentes, tal vez demasiado alegres y voraces, no tuvieron en cuenta este valor inconmensurable, que en Derecho Mercantil se llama aviamiento, a la hora poner precio más ajustado y condiciones más severas y favorables a la adquisición por parte del Estado español.

Desde su creación, Tita Cervera, una mujer de mundo, sumamente espabilada, con un toque de desenfado marbellero, se ha convertido en un referente problemático de la cultura española, que ha sometido su propia colección, depositada en el museo, a toda clase de pasiones y vaivenes, ajenos al arte frente a los ministros del ramo, a los que ha obligado a comer en su mano. Esta vez ha sido con ocasión del cuadro Mata Mua, de Paul Gauguin, de su colección, sacado de España con nocturnidad.

He aquí el karma que acompaña a esta pintura. El 4 de noviembre de 1893, Paul Gauguin, de regreso de Tahití, expuso 44 lienzos y dos esculturas en la galería de Durand-Ruel, de la calle Laffitte en París. Los burgueses llevaban a sus hijos a la exposición para que se burlaran de los mamarrachos que pintaba este loco, de quien se decía que hacía años había abandonado el oficio de banquero, a su mujer danesa y a sus cinco hijos para dedicarse a pintar. La gente arreciaba en las risas ante sus cuadros, entre ellos uno titulado Mata Mua, compuesto de figuras de javanesas con sus senos cobrizos desnudos adorando a Hida, deidad de la luna. Poco después, en una subasta se exhibió al público por error boca abajo otro lienzo de Gauguin con la figura de un caballo blanco. El subastador exclamó: “Y aquí, ante ustedes, las cataratas del Niágara”. En medio de las carcajadas del público, un marchante muy avispado, Ambroise Vollard, pujó por el cuadro y se lo llevó por 300 francos. Si en vida Gauguin fue humillado con esta clase de escarnios, hoy la humillación se ha producido en sentido contrario, al ser zarandeado por ese enorme fardo de dinero que la baronesa piensa sacar de Mata Mua. Nadie le discute ese derecho, salvo que sin ese cuadro el Museo Thyssen vale 40 millones menos, el precio en que está valorado.

Con la promesa de que el galerista Ambroise Vollard le mandaría una asignación mensual para que siguiera pintando, cosa que no cumplió, Gauguin se despidió definitivamente de la civilización. La noche antes de poner rumbo de nuevo a Tahití le abordó una ramera en una calle en Montparnasse. Y de ella como regalo se llevó una sífilis al paraíso de la Polinesia. Rodeado de los placeres de la vida salvaje y del amor de los indígenas, adolescentes felices, desnudas entre los cocoteros, su pintura no necesitaba ninguna imaginación, pero su cuerpo había comenzado a pudrirse. Realmente, Gauguin ya era un leproso cuando decidió adentrarse aún más en la pureza salvaje y se fue a Hiva Oa, una de las islas Marquesas, a vivir entre antropófagos; y es cuando sus lienzos alcanzaron la excelencia que lo harían pasar a la historia como uno de los pintores más cotizados.

Muerte en Atuona

En el lecho de la agonía lo cuidaban unas jóvenes polinesias y a su lado estaba uno de los antropófagos llorando desconsolado, quien al verlo ya muerto le mordió una pierna para que su alma volviera al cuerpo, según sus ritos. Los indígenas rodearon la cabaña. Vistieron el cadáver a la manera maorí. Lo untaron con perfumes y lo coronaron de flores. Un obispo misionero rescató los despojos para enterrarlos en un cementerio católico. Bajo el jergón, Gauguin había dejado solo doce francos en moneda suelta. Eso sucedió en Atuona, el 8 de mayo de 1903, a sus 54 años.

Un coleccionista experto, antes de detenerse a contemplar lo que representa un cuadro, primero observa el bastidor y el lienzo por detrás donde están pegadas las etiquetas de galerías y subastas por donde ha pasado. Ellas expresan el amor, la codicia, las pasiones que ha despertado esa pintura en su largo camino. En este caso, el Mata Mua vino del paraíso de la Polinesia, sufrió múltiples avatares antes de llegar al barón en una subasta de Sotheby’s de Nueva York, en 1989, con el karma de Gauguin incorporado al lienzo. Después de una parada en el Museo Thyssen, el cuadro seguirá su destino, tal vez hacia un paraíso fiscal más salvaje que el de la Polinesia.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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