¿Por qué viniste?

Como en el cuestionario de admisión a Estados Unidos que guía el conmovedor libro de Valeria Luiselli Los niños perdidos la pregunta latente en Los lobos también es “¿Por qué viniste?”. Una humillación estandarizada que aquí se centra en una madre y sus dos hijos pequeños, de ocho y cinco años, que se han instalado en un suburbio sin nombre de Alburquerque, ciudad fronteriza de Estados Unidos a la que han llegado sin nada desde México. Allí, instalados en un motel de mala muerte, los dos niños pasan las horas encerrados y jugando, ausentes de su nueva realidad, mientras la madre trabaja todo el día en una lavandería industrial.

Huyen de algo que nunca se nombra, da igual que sea la sombra de un padre del que ya solo queda una fotografía de carné, la violencia, la miseria o todo a la vez. Su memoria cabe en una cinta de casete, donde graban sus propias palabras, escuchan las de su lejano abuelo o los recados que les deja la madre. Aburridos y sin nada, los niños se refugian en sus juegos. Pintan las paredes con sus dos personajes imaginarios, dos lobeznos enmascarados, mientras se alimentan con pan de molde y bolsas de patatas y sueñan con viajar algún día a Disneyworld.

Con ecos de la magnífica The Florida Project, de Sean Baker, película sobre una niña de seis años que pasaba sus vacaciones en un motel cercano al famoso parque temático pero sin poder pisarlo, Los lobos discurre por una realidad sórdida y humillante que Samuel Kishi se resiste a deshumanizar. Basada en sus propias experiencias de niño, con recursos de animación y de documental, la película transcurre en la mirada del hijo mayor, Max, que observa ensimismado un entorno extraño que le atrae y atemoriza por igual. Junto a su hermano Leo y la madre que interpreta Martha Reyes Arias, los tres sacan adelante este emocionante retrato de la inmigración que, como se lee en Los niños perdidos, no persigue el sueño americano sino “la urgente aspiración de despertarse de la pesadilla en la que nacieron”.