El compromiso
Detrás de la vitalidad generosa de la actriz vivía una fragilidad extrema, combatida con trabajo
Ya sé que es una palabra en franca retirada pero mientras siga en el diccionario para definir la obligación contraída, la palabra dada, la fe empeñada, yo seguiré pensando que esa es la palabra exacta que ha acompañado a Rosa Maria Sardà a lo largo de su vida y que la acompañará en la huella del recuerdo de miles de personas a las que alguna vez hizo feliz no sólo ejerciendo su profesión de una manera magistral sino simplemente existiendo. La Sardà ejercía un compromiso militante de amor con su familia, con sus amigos, con sus compañeros de trabajo, con sus ideas, en definitiva con la vida, y siempre con la inteligencia necesaria, que es mucha, para tomarse la vida con la seriedad con la que la vida nos sorprende y nos pone a prueba y con la ironía, personal e intransferible, para no tomarse demasiado en serio ni a la propia vida ni a ella misma, arrancando una carcajada sincera en cualquiera que la estuviera escuchando para ponerte el corazón en un puño al cabo de un minuto con un quiebro de emociones del que sólo su admirado Chaplin era capaz.
Mujer y actriz de raza y de talento buscaba llegar al público de la manera más directa. El aire llevaba su energía, su luz, directamente al corazón del espectador, a cada uno de ellos y al colectivo. Con la aparente facilidad que buscaba constantemente y que sólo consiguen los grandes. Porque detrás de esa vitalidad generosa, como ocurre a menudo, vivía también una extrema fragilidad. Una fragilidad combatida con trabajo. Su amor por las palabras era envidiable. Necesitaba ensayar una y otra vez. Conocer hasta el fondo del pozo lo que había detrás de cada palabra, de cada frase, hasta saber por qué el poeta había puesto en negro sobre blanco ese término y no otro y poder hacer de esas palabras una bandera de emoción y de conocimiento en el escenario. Siempre, todos los días que he estado con ella en el tránsito, ese momento de pasar de la vida real a la escena, le he tomado las manos y las tenía frías, temblorosas, consciente de la responsabilidad para ella sagrada de subirse a un escenario, con el vértigo de hallarse ante el precipicio que representa el momento de la verdad, el momento de compartir una emoción con alguien desconocido y amado y hacerle feliz y no decepcionarle nunca.
Es culpa mía haberte hecho interpretar a dos mujeres enfermas de cáncer, la primera, María, en 1978, la segunda, en 2004 la extraordinaria profesora de Literatura, en Wit. Lo quisiste saber todo sobre la enfermedad “así cuando me toque ya sabré cómo hacerlo” me dijiste las dos veces acompañándolo siempre de una risa que tú llamabas no sardónica sino sardánica. La misma risa que te escuché por teléfono anteayer cuando querías conseguir que yo también me riera para quitarle hierro a todo y echarle a la vida un aplauso y una peineta, las dos al mismo tiempo. Te extrañaré mucho en la vida y en el escenario. Como mucha gente. Sin el ejemplo de tu compromiso será más difícil vivir. Aunque en honor a ti le echemos una sonrisa.
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