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Muere a los 87 años el actor Pepe Martín, un conde de Montecristo de leyenda

La vocación, el talento, la simpatía y la generosidad no le faltaron nunca a una figura como la suya. Tampoco la inteligencia para el análisis de un mundo teatral y televisivo donde siempre puso, además de la cara, el ingenio

Pepe Martín, retratado en 1972 en Madrid.
Pepe Martín, retratado en 1972 en Madrid.Gianni Ferrari (Getty Images)

Se llamó Pepe Martín o José Martín, da lo mismo. Fue catalán y castellano con igual vitalidad. Cultivó las dos lenguas con la misma soltura, es decir, con naturalidad y entereza. Fue barcelonés de raíz, madrileño de gran devoción, un hispanoamericano capaz de vivir en los escenarios de la dramaturgia y la reflexión. La vocación, el talento, la simpatía y la generosidad no le faltaron nunca a una figura como la suya. Tampoco la inteligencia para el análisis o el estudio de un mundo teatral y televisivo o cinematográfico donde siempre puso, además de la cara, el ingenio.

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Pero no le faltó nunca la capacidad de análisis, la mirada al mundo desde el teatro y en el teatro. Si le pudo alguna vez la vanagloria, tampoco le faltó el humor. Si se hizo con la vanidad, no careció de la ironía. Y si un buen discurso le pudo en las aulas también se lo guardó para sus adentros o lo introdujo en burla si venía a cuento.

Mujeres con inteligencia no le faltaron en su vida y algunas de ellas rieron o compartieron un pasado vital. Pero se trajo de Argentina a una muy notable por su inteligencia, Silvia Martín, eficaz editora, que llegó a ser su ángel protector. La guardiana de ese eficaz actor, que lo era, o de aquel espléndido recitador, conferenciante o director de ensayos y gestor cultural que pasó siempre de un teatro a otro y compartió con los centros universitarios – La Universidad de Verano de El Escorial entre ellas- tanta capacidad expresiva como voluntad de análisis.

La poesía le ha podido mucho en sus más de 50 años de actividad dramática, pero también la televisión lo destacó notablemente en su interpretación de El conde de Montecristo, a lo largo de los años sesenta y setenta en notables producciones. No le faltó nunca espacio en el teatro, por supuesto. Y entre las notables obras representadas, se encuentra la de nuestro muy querido narrador argentino, Manuel Puig, al que tanto quisimos. Como no dejó de trabajar con Marina Saura en una novela de José María Guelbenzu, por ejemplo.

No dejó de trabajar nunca en los espacios artísticos y yo tuve el gusto de llamarlo a Radio Nacional de España, cuando fui su director, para presentarlo como hombre de amplio diálogo en aquellos años 80. Pero a la radio volvió en los nuevos tiempos en los que vivimos en la SER y se empleó más en el monólogo que en el diálogo de A vivir que son dos días.

En todo caso, no fue solo un hombre del teatro, el mundo de la literatura le fue tan próximo que entre grandes escritores conseguimos vivir él y yo con otros excelentes amigos comunes.

En todo caso, nunca fue, desde luego, un indiferente a la política, sino un hombre de equilibrada izquierda, con profunda ética. Un hombre, que ocupado ahora de la atención a su mujer enferma, miraba desolado en estos días a los espacios corruptos y a la podredumbre de esos sectores sociales que le merecían la repugnancia de una sociedad enferma para la que ya estaba, por la tarde, desgraciadamente muerto.

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