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Cine
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y el viento también se llevó Cannes

Repaso las filmografías de los hijos favoritos del festival, pero pocas de esas películas figuran entre mis eternos amores

Carlos Boyero
Fotograma de 'Léolo'.
Fotograma de 'Léolo'.

Di por supuesto a lo largo de 32 años que a no ser que me visitara la parca o sufriera alguna enfermedad que me impidiera la movilidad, iba a cumplir con cuatro rituales anuales en fecha fija. O sea, ofrecería en sucesivos periódicos (Diario 16, El Mundo, EL PAÍS) mi caprichosa y subjetiva visión de lo que habían programado los más significativos festivales de cine. Independientemente de cuál fuera el estado de mi existencia a lo largo de tanto tiempo, que te hubieras puesto de acuerdo con la vida o siguieras peleándote con ella, atravesando algo cercano a la plenitud, sobreviviendo razonablemente o cercado por nubes sombrías, a finales de agosto me esperaba la siempre misteriosa Venecia. Y después San Sebastián, esa ciudad abarrotada de tantas cosas que alegran la vista y el estómago, aunque durante tanto tiempo también la habitaran ciertos asesinos con ideología enloquecida. Y en febrero me aguardaba la gélida pero también muy vitalista Berlín. Y en la primavera empezaba el espectacular Cannes tal día como hoy.

Imagino que para la mayoría de los asistentes a los festivales ante todo suponía el placer de pasar incontables horas relamiéndose en las salas oscuras, descubriendo a un exceso de presuntos directores geniales, con voz y estilo propios, lenguaje anticonvencional y vanguardista, con un atractivo añadido si estos pertenecían a las cinematografías asiáticas. No era mi caso. Frecuentemente me he sentido torturado por ese ingente y trascendente cine que solo a mis peores enemigos se les ocurriría regalármelo para mi filmoteca privada, en ese montón de películas que quieres que te acompañen hasta el día que la palmes, con las que nunca se cebará la vejez ni el desencanto.

Cannes es un escaparate múltiple, la unión de variados universos, la feria de las vanidades, el exhibicionismo con clase y el hortera, la opulencia grosera y grotesca y el estilo inimitable

Los festivales de cine, durante se supone que se exhibe y compite lo más selecto de la narración en imágenes y sonidos, no pertenecen a mi idea de lo que encarna el paraíso del cine. Y, por supuesto, me he topado a veces en ellos con películas extraordinarias, que te remueven todos los sentidos, que te emocionan a perpetuidad, pero para mis pedrestes gustos estas han supuesto la excepción y no la norma.

¿Y cuál era en mi caso el supremo talismán para anhelar que cuatro veces al año tuviera una cita obligatoria y deseada con los festivales de cine? Para mi frívolo sentido de la existencia, no suponía empaparme durante ese tiempo con pretendido arte con mayúsculas, sino, ante todo, encontrarme en cenas diarias e inolvidables con un grupo de amigos que lo que más valoraban en este mundo era la risa, capaces de provocarla y de compartirla, la alegría de estar juntos, las discusiones a gritos no ya sobre el cine que veíamos sino sobre cuestiones muy humanas y nada divinas, el regocijo ante la comida y el vino, la complicidad para detectar la impostura y la gilipollez.

Y entre algunas de esas personas nos veíamos poco en la vida cotidiana, pero creo que todos recordábamos los encuentros festivaleros como algo gozoso, cómplice, deseado. El tiempo disgregó a este grupo. Alguno de ellos murió, como ese admirable crítico y escritor, gran persona, señor pintoresco y seductor que sabía mucho de muchas cosas, llamado Ángel Fernández-Santos. A otros les jubilaron o se dedicaron a diversas movidas. En los últimos años solo quedábamos del grupo Oti Rodríguez Marchante y yo. La compañía de este hermano no sanguíneo pero sí elegido, uno de los seres más listos, ingeniosos, elegantes, generosos y divertidos que he conocido en mi vida, era mi constante tabla de náufrago en los festivales.

Hoy comenzaba Cannes, la experiencia más fastuosa de los festivales de cine. Un lugar que ofrecía muchos más señuelos que el de pasar infinitas horas en las salas. Cannes, que es un espectáculo para la vista y para los sentidos. Sé de un tipo que la primera vez que acudió allí se estrelló contra una farola por ir mirando compulsivamente, a izquierda, a derecha, de frente y hacia atrás, al ejército de mujeres hermosas, sofisticadas, transparentes, sensuales, conocidas o anónimas con las que se cruzaba sin parar en La Croisette, en la Rue d’Antibes, en los hoteles, en los restaurantes, en los bares, en las terrazas, en la playa, en los escenarios, en cualquier lugar.

Me hicieron llorar dos películas que logran trasladar la esencia poética a la pantalla. Una fue la preciosa y triste ‘Léolo’. La otra es ‘El árbol de la vida’, el lírico y genial retrato que hizo Malick de las sensaciones de infancia

Cannes no se concentraba exclusivamente en el cine, es un escaparate múltiple, la unión de variados universos, la feria de las vanidades, el exhibicionismo con clase y el hortera, la opulencia grosera y grotesca y el estilo inimitable, el puterío más lujoso, la visita obligada para gente con un alto concepto de sí misma y confortada en su economía. Ver tanta felicidad ajena, no hace desaparecer el estrés del que tiene que currar todo el rato durante 13 días extenuantes. Pero es muy grato recordar la luz, el aroma, la atmósfera de este templo en la Riviera francesa durante una fiesta que se repetía desde 1946 hasta ahora.

Repaso las filmografías de los hijos favoritos de Cannes, de sus inventos más mimados y promocionados, y puedo reconocer su importancia, incluso algunas de sus criaturas me sorprendieron momentáneamente, pero pocas de esas películas figuran entre mis eternos amores. Durante más de tres décadas yendo ahí he sido testigo de un incesante desfile de cine oriental (a ser posible coproducido por Francia), y del cine rumano, del exhaustivo protagonismo de los hermanos Dardenne, Haneke, Tarantino, Almodóvar, Moretti, Lars von Trier, Loach, Godard, Oliveira, Michael Moore y otros popes que ahora no recuerdo.

Pero busco títulos que me conmocionaran en su primera visión y lo siguen haciendo y descubro que mi lista es breve. Me estremecieron y me hicieron llorar dos películas que logran trasladar la esencia poética a la pantalla. Una fue la preciosa y triste Léolo, la historia de aquel niño que soñaba para no volverse loco. La otra es El árbol de la vida, el lírico y genial retrato que hizo Malick de las sensaciones de infancia, la pérdida de los seres amados, los recuerdos que marcaron la vida. También quedé fascinado por Deseando amar, la obra maestra de Wong Kar-wai, por Amores perros, de Iñárritu, por la plenitud y la rotura de un amor lésbico que describía la impresionante La vida de Adèle y por algún Eastwood en estado de gracia como en Bird y en Mystic River.

No siento demasiada impaciencia por degustar la colección de platos sabrosos que iba a mostrar este año la siempre cuidada programación de Cannes, un festival que puede elegir siempre lo que le dé la gana en la oferta anual del mercado. Pero siento ya anticipada añoranza del espectáculo y los rituales que siempre encarna el rey de los festivales.

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