El último diplomático

Fallecido a los 54 años junto a otros 21 funcionarios de Naciones Unidas en el ataque terrorista contra la sede de la ONU en Irak el 19 de agosto de 2003, el carismático, políglota, bien educado, aventurero y atractivo diplomático brasileño Sergio Vieira de Mello, entonces Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, ya fue objeto en 2009 de una semblanza dirigida también por Greg Baker, reputado director de documentales de geopolítica que salta a la palestra de la ficción con este biopic interpretado por Wagner Moura y Ana de Armas.

La larga agonía que Vieira de Mello sufrió entre los escombros de hotel Canal de Bagdad (horas malherido, prácticamente enterrado vivo y sin esperanza de rescate) le sirve a Barker como eje de una estructura narrativa bastante convencional de flashbacks en los que el diplomático reconstruye sus últimos años y, en especial, su romance con la economista argentina Carolina Larriera (De Armas), que estaba a su lado durante el atentado pero que, según denunció ella misma después, pese a trabajar y vivir juntos desde hacía años en Ginebra, Nueva York y Timor Oriental, fue ninguneada en las investigaciones posteriores al no estar casados de forma oficial.

Baker pinta a De Mello como un hombre sensible y melancólico, armado con los atributos que se le suponen a los diplomáticos vocacionales, sagaz negociador y mejor persona y amante que, en la piel del actor Wagner Moura, pone en paralelo su historia de amor, su triunfo en Timor Oriental y su fracaso final en el abismo provocado por la guerra de Irak.

Todo lo que no cuenta la recreación de Barker está en su propio documental sobre Vieira de Mello, una programación doble que casi parece obligada para rellena todas las lagunas que deja esta película sobre un hombre que en palabras de su biógrafa era una mezcla entre Robert Kennedy y James Bond. Un romántico capaz de convertir cualquier rincón del mundo en su casa, un seductor de dentadura perfecta (su madre y un nutrido álbum familiar dan fe del enorme poder de su sonrisa), un estudiante de filosofía en la Soborna en 1968 y, sobre todo, un idealista que desde su primera misión en Bangladesh descubrió que los malabarismos de su físico y educación estaban destinados a mejorar la vida de los demás.