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desde el puente
Columna
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Un anacoreta en cada balcón

Ahora el desierto son las calles vacías, las playas deshabitadas, las carreteras desnudas, los cines clausurados, los estadios muertos, las estaciones y aeropuertos paralizados en todo el mundo

Un vecino participa en el concurso musical celebrado en Orense.
Un vecino participa en el concurso musical celebrado en Orense.Brais Lorenzo (EFE)
Manuel Vicent

El desierto siempre ha atraído a los profetas, quienes través de un sol feroz estallado en el cráneo, esperaban recibir el mandato para salvar a su pueblo; en el desierto han buscado los anacoretas entre abrojos compartidos a medias con los lagartos y las cabras la redención de su alma. El desierto de la Tebaida fue un refugio de los ascetas proto-cristianos que huían de la corrupción del mundo y llegaban vestidos de esparto, con sandalias polvorientas y un zurrón lleno de mendrugos al Alto Nilo en busca de la incontaminación del espíritu. Alucinado por la luz ardiente de la sequía San Antonio, el más insigne pionero de esta clase de travesía espiritual, veía bailar al demonio bajo la forma de una mujer desnuda y cuyo único solaz se lo proporcionaba un cuervo que cada cierto tiempo le llevaba una torta de pan en el pico. Sobre las tentaciones de San Antonio escribió Gustave Flaubert una obra maestra. No ha sido el único artista que se ha sentido inspirado por esta locura surrealista.

En 1965 Luís Buñuel rodó en México una película de 45 minutos, con guion de Julio Alejandro, basada en la vida de Simón el Estilita, un monje sirio, nacido el Cilicia alrededor del año 400 y muerto en Alepo, a quien su extrema austeridad le llevó a creer que eran muy poco rigurosas las reglas del convento y decidió abandonarlo. Para aislarse del mundo primero se metió en una cisterna seca atado a una cadena, pero molesto por tantos devotos que acudían a pedirle consejo, se escondió en una cueva más profunda todavía y como tampoco allí podía hacer a gusto su penitencia porque sus fieles no cesaban de ir en peregrinación a venerarle, optó por subirse a una columna en pleno desierto bajo el viento y el sol de fuego. Esta vez emprendió una huida definitiva hacia arriba para separarse de la multitud contaminada que tenía a su alrededor y a medida que el número de seguidores crecía Simón se hacía construir una columna más alta. La primera de tres metros, la segunda de siete, la tercera de 20, la cuarta de 40 y en esta pasó los últimos 37 años de su vida, a veces apoyado en un solo pie, alimentándose con los víveres que sus discípulos le metían en un capacho y que el santo subía con una cuerda.

Debido a la pandemia del Covid19 más de mil millones de personas están encaramadas en su propia columna para evadirse de la contaminación y de la muerte

Lleno de un humor sacrílego Luís Buñuel en esa película inconclusa por falta de presupuesto y no obstante profunda y divertida, se cuenta con planos prodigiosos e inéditos la historia de este anacoreta, que inventó el cilicio, un cinturón de espinas metálicas que se ataba al muslo o a la cintura hasta incrustarse en la carne. Luís Buñuel se mueve a sus anchas en este surrealismo religioso cuya demencia ha excitado siempre su genio. Aquí están sus criaturas, un enano contrahecho, cabras famélicas, advertencias y admoniciones del santo, el diablo en forma de mujer, disputas teológicas entre sus discípulos al pie de la columna.

En 1976 el cineasta Juan Estelrich dirigió la película El Anacoreta, con guion de Rafael Azcona, protagonizada por Fernando Fernán Gómez. Se trata de un tipo de mediana edad, que un día decide encerrarse en el cuarto de baño y no salir nunca más a la calle, ni siquiera al resto de la casa donde vive su familia. En el cuarto de baño este moderno anacoreta recibe a los amigos y su único contacto con el exterior lo realiza por medio de mensajes metidos en tubos de aspirinas que arroja por el retrete como el náufrago lanza una botella al mar con la esperanza de que alguien lo lea. Una chica muy atractiva encuentra este mensaje, decide conocer al anacoreta y un día se presenta en el cuarto de baño y entre ellos se realiza una historia de amor.

Debido a la pandemia del Covid19 más de mil millones de personas están encaramadas en su propia columna para evadirse de la contaminación y de la muerte. Hoy cada balcón es el capitel de la columna de Simón el Estilita. Cada una de las estancias de una casa, el recibidor, el pasillo, las habitaciones, el comedor y los cuartos de baño se han convertido en refugios de anacoretas confinados a la fuerza, que obtienen su alimento a través de Google, una versión moderna de la cuerda con que Simón elevaba el capacho lleno de víveres o del cuervo que les llevaba una torta en el pico a san Antonio. Ahora el desierto son las calles vacías, las playas deshabitadas, las carreteras desnudas, los cines clausurados, los estadios muertos, las estaciones y aeropuertos paralizados en todo el mundo. Si desde un satélite se pudiera fotografiar semejante espectáculo, se verían más de mil millones de columnas en forma de balcones desde donde los anacoretas predican, tocan variados instrumentos, cantan, ríen, lloran, claman a Dios, maldicen su suerte, esperan la salvación. Ninguno de estos anacoretas ha renunciado a la vanidad. Cada uno reclama sus minutos de gloria. Lo mismo le pasaba a Simón el Estilita, a quien, en la película de Buñuel, al final el demonio se lo lleva a bailar el rock.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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