Que nos come el tigre
La pandemia ha pillado al mundo de la música en un estado de indefensión, provocando caos y paro


Otro día más de cuarentena, otra jornada más de paranoia y tedio. Esperamos tener ocasión para hacer balance de la catástrofe; hoy sabemos que, como todos, el negocio de la música está siendo devastado, con la anulación de conciertos y festivales, el cierre de tiendas y locales, el desplazamiento del interés público hacia cuestiones más vitales.
No es asunto baladí. Habrá que confirmarlo pero el runrún sugiere que, estos días, se registra un menor consumo de música en los servicios de streaming. Donde precisamente esperaban lo contrario, con el aumento del tiempo libre y el paso de su competidor, la radio musical, al modo automático.
Se me ocurren varias hipótesis. La teoría del agua potable: el hecho de que la música (en absoluto toda la música pero aceptemos la hipérbole) esté disponible a cualquier hora y en todo lugar hace que su consumo resulte menos urgente. Segundo, la función anestésica: se oye música camino al trabajo, haciendo ejercicio, en los viajes; sin esas rutinas, se evapora la melomanía. Tercero, la primacía de la experiencia grande: aplanado en sus dimensiones sonoras, el pop no puede competir con la variedad de ganchos que ofrecen las series televisivas, el cine espectacular, los videojuegos, el porno; encerrados, queremos compensar nuestra frustración con emociones fuertes.
También es cierto que, reducida a poco más de un nombre, un título y una imagen tamaño sello de Correos, la música creativa va perdiendo la capacidad de cimentar comunidades. El pop actual solo parece despertar pasiones masivas cuando se suma el elemento competitivo, a lo Operación Triunfo o Eurovisión. Sin olvidar esos productos asiáticos que son el resultado de exitosos experimentos de ingeniería social y marketing avanzado, como el K-pop o el J-Pop; si quieren paladear esas “exquisiteces”, busquen los videos de BTS o AKB48, aunque allí se oculta bien su aterradora intrahistoria.
Con todo, la situación podría ser peor. Me he despertado cada mañana temiendo encontrarme con la declaración de algún bocachancla de esos que arreglan el mundo entre su segundo y su tercer álbum. Y no: por lo general, las estrellas han enmudecido y eso se agradece. Se contentan con modestos conciertos desde casa o incluso (bendito Pancho Varona) ofreciendo clases de guitarra.
Al menos, a día de hoy, por aquí no se han cometido aberraciones como ese Imagine concebido por la actriz Gal Gadot para lucimiento de ella y sus amigos famosos, cada uno buscando dar sentido a un verso del calcificado “himno” de John Lennon.
Como primera lección del desastre, debemos destacar la autosuficiencia. Es la aspiración de Jack White, antes de The White Stripes. Su cuartel general en Nashville incluye una fábrica de discos, una tienda y —ahora descubrimos— un modesto plató que ha abierto a sus amigos, para que puedan ofrecer conciertos de verdad, nada de desenchufados improvisados.
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