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La ameba que salvó a Inglaterra de la ‘segunda Armada Invencible’

'Hermanos de armas' relata el fracaso de la flota franco-española que no pudo invadir Gran Bretaña en 1779 por una epidemia de disentería

Vicente G. Olaya
'Por España y por el Rey. Gálvez en América', obra de Augusto Ferrer-Dalmau.
'Por España y por el Rey. Gálvez en América', obra de Augusto Ferrer-Dalmau.

Todo pintaba mal para el Ejército rebelde de la Trece Colonias en 1779: sin armas, sin pólvora, sin hombres, sin formación, sin ingenieros y sin barcos. Así que la posibilidad de salir victorioso era muy reducida si no se lograba la ayuda de las dos únicas potencias que podían enfrentarse en los mares y en tierra al temible Ejército británico de Henry Clinton y George Cornwallis: Francia y España. El diplomático Benjamín Franklin consiguió, finalmente, implicar a ambos países, que formaron una potente escuadra de ayuda. Pero cuando todo estaba preparado para acudir al rescate de las tropas de George Washington, se lo pensaron mejor. ¿Y si atacaban directamente a Inglaterra que tenía repartida su flota por los mares de América? Y eso decidieron. El estadounidense Larrie D. Ferrero, doctor en Ciencias y Tecnología por el Imperial College de Londres y finalista del Premio Pulitzer en Historia, relata esta poco conocida historia en su nuevo libro, Hermanos de Armas (Desperta Ferro Ediciones).

La idea se le ocurrió a José Moñino y Redondo, secretario de Estado y conde de Floridablanca. Convenció al reticente Charles Gravier de Vergennes, ministro de Exteriores de Luis XVI, para una invasión conjunta de Gran Bretaña. Estudiaron varios planes, incluido uno de 1767 que nunca se llegó a ejecutar. Un oficial llamado Charles François Doumouriez fue el encargado de estudiar los posibles lugares del desembarco. Sus informes concluyeron que la isla de Wight, a pocas millas de la costa inglesa, era el lugar perfecto. Además, un oficial británico renegado, llamado Robert Mitchel Hamilton, informó de que la ciudad de Portsmouth, frente a Wight, y su base naval, Gosport, “estaban solo guarnecidas por 1.000 hombres”. Serían presa fácil para los más de 30.000 soldados de la coalición hispanofrancesa preparados para la invasión.

La propuesta de atacar Londres directamente y provocar el caos financiero en la City fue desechada porque “resultaría demasiado costosa y asustaría a los aliados de Francia”. Una Francia que hubiera humillado y derrotado por completo al Reino Unido, podía provocar el recelo de rusos, suecos o alemanes. Así que Wight fue la elegida. El plan consistía en un inicial ataque conjunto de 30 barcos franceses y 20 españoles, que se reunirían antes, a mediados de mayo, en las costas de Galicia (al final se concentraron 150) y desde allí, a Inglaterra. Conseguido el control del Canal de la Mancha, unas embarcaciones de menor calado transportarían a un ejército de 20.000 hombres (se juntaron más de 31.000) desde Bretaña y Normandía para invadir la isla.

Los espías españoles y franceses habían ratificado antes de la batalla que las “guarniciones [inglesas] estaban muy escasas de efectivos y que las obras defensivas eran débiles”. Ambos países aumentaron entonces la capacidad de producción de sus astilleros. España iba más deprisa. El ministro de Marina, González de Castejón, había modernizado y mejorado el proceso de producción, mientras que Francia se vio obligada a reformar buques viejos -cuyo era coste la mitad de construir uno nuevo- para llegar a tiempo a la batalla. Las prisas provocaron, incluso, errores de cálculo que estuvieron a punto de hundir a sus mejores buques -Pluto, Hercule y Scipion-. Francia, abochornada, pidió retrasar el ataque.

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Pero había otro problema: faltaban hombres. Los franceses, dirigidos por el teniente general Louis Guillouet, conde D´Orvilliers, tuvieron que reclutar a toda prisa a 4.000 marineros, muchos de los cuales eran soldados enfermos por “una epidemia que empezaba a asolar Francia”. El 3 de junio, finalmente, la flota francesa con los marinos muy debilitados llegó a Galicia. Los navíos españoles (39), bajo la autoridad de capitán general Luis de Córdova y Córdova, estaban preparados. Carlos III declaró la guerra a Gran Bretaña. 

Como los problemas nunca vienen solos, se originó otro: no había un sistema de comunicaciones común para ambas armadas. Cada país empleaba banderas de señales diferentes. Los franceses prepararon a toda prisa un manual de signos y tácticas navales comunes y lo enviaron a Madrid, pero este llegó cuando la flota ya había partido. El 29 de julio de 1779, la Armada combinada de 150 buques -la Invencible de 1588 tenía 128- dejó atrás las islas gallegas Sisargas y partió hacia el Canal de la Mancha. 

Entonces rebrotó con más fuerza algo que nadie esperaba pero que ya aquejaba a los franceses: una ameba, Entamoeba histolytica, que causaba disentería, una enfermedad altamente contagiosa que provocaba inflaciones intestinales, diarreas, fiebre y hasta la muerte. La flota de D’Orvilliers comenzó a mermarse. En pocos días, 80 hombres habían muerto y 1.500 cayeron gravemente enfermos. En Francia, ese año murieron por esta causa 175.000 personas, más que las nacidas, incluido el hijo de D’Orvilliers. Los informes que los marinos españoles enviaron a Carlos III eran contundentes: El almirante francés, a causa de la pérdida, era “incapaz de actuar”.

Los ingleses ya conocían que la Armada avanzaba hacia ellos, pero ignoraban dónde sería el desembarco. Los franceses, en una táctica de distracción, provocaron una rebelión en Irlanda y atacaron la isla de Jersey. Londres puso en marcha lo que le quedaba de su flota, y al frente al almirante Charles Handy para crear “una muralla de madera”. Hardy buscó a los aliados a lo largo del Canal de La Mancha para entablar batalla. “Patrulló de un lado a otro durante un mes”, dice Ferrero, pero no los encontró.

El 16 de agosto, los barcos de la coalición se presentaron frente a Plymouth. La ciudad estaba ya a tiro de cañón. “Las poblaciones costeras se aprestaron de inmediato para resistir, se distribuyeron armas y se convocó a la milicia”. La Bolsa de Londres se desplomó.

Pero la disentería continuaba reduciendo el número de marinos disponibles en los barcos y haciendo estragos en las tripulaciones. Hasta el buque insignia francés, el Ville de París, perdió a 300 de sus 1.200 hombres, incluido, su comandante en jefe.

El 18 de agosto, una tempestad arrastró a la Armada aliada fuera del Canal y se topó, de repente,  con la de Hardy. El inglés, al ver el gigantesco poderío de la escuadra que se le venía encima, se refugió en Portsmouth, justo cuando D’Orvilliers recibía la orden de volver,  ya que "8.000 de sus marineros estaban enfermos o moribundos”.

D’Orvilliers, hundido anímicamente, abandonó la Armada al regresar a Francia. Córdova se llevó los barcos españoles a Cádiz. Finalmente, españoles y franceses terminaron trasladando sus batallones a los futuros Estados Unidos. Nombres como Bernardo de Gálvez o Lafayette serían decisivos en la victoria contra los ingleses en América. Pero esa historia, que también relata Hermanos de Armas, ya es más conocida.  El malagueño Gálvez -que gritó durante la toma de Pensacola (Florida) aquello de que "el que tenga honor y valor que me siga", al estilo María Pita- fue declarado por el Congreso norteamericano "padre fundador". Su retrato ocupa un lugar de honor en la Cámara baja. En Estados Unidos, claro, los alumnos estudian sus hazañas en las escuelas. En España...

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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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