Handke y Tokarczuk, Tokarczuk y Handke
"Como los dos son grandes caminantes solitarios, sin ayuda de sherpas, es muy probable que hayan hablado del bosque"
Más que sus discursos ante los reyes de Suecia, lo que de verdad me gustaría saber es todo lo que se han dicho Olga Tokarczuk y Peter Handke tras terminar las ceremonias y protocolos de la entrega del premio Nobel, porque a menudo he comprobado que es en esos ratos muertos, de espera o despedida en el hall o en el bar del hotel, lejos de micrófonos y cámaras, cuando los escritores que se niegan a hablar del tiempo se hacen las más importantes confidencias.
Posiblemente no sean muy habladores, ambos pertenecen a la estirpe de los autores gruñones, furiosamente independientes pese a quien pese. Si Tokarczuk sigue la estela de tres escritoras centroeuropeas que han ganado el Nobel en los últimos años –Elfriede Jelinek, Herta Müller y Svetlana Aleksievich-, con quienes comparte un cierto aire por su feminismo y su compromiso con su tiempo y contra los residuos de los totalitarismos, Handke sigue en más de un aspecto la de otros grandes cascarrabias, también centroeuropeos, que ganaron el mismo premio dos décadas antes –Gunter Grass e Imre Kertész- o fueron firmes candidatos –Thomas Bernhard.
Insobornables, de tragaderas estrechas, ni Handke ni Tokarczuk, ni Tokarczuk ni Handke rehúsan meterse en charcos con sus opiniones. No permanecen ajenos al discurrir del mundo, aunque reciban insultos y pierdan lectores por manifestar sus ideas. Si se encuentran con algo sucio en las aceras, no se limitan a levantar una ceja en un gesto de desaprobación antes de seguir caminando por la calle. Antes de su justificación de Serbia en la guerra de los Balcanes, Handke ya había denunciado la complicidad austriaca con el nazismo, y Tokarczuk ha criticado con dureza los tics opresivos y oscuros de su país, aunque ello les haya acarreado serias amenazas y la irritación de sus compatriotas. Literariamente, los dos son muy distintos en estilo, nada tienen en común, pero los une una misma actitud de rigor ante la literatura. Posiblemente han ganado el premio Nobel por no perseguir otros premios que tal vez habrían recibido si no hubieran tenido una postura tan arisca.
Ambos son profundamente antinacionalistas, quizá porque provienen de esos lábiles territorios fronterizos y bilingües de la Mitteleuropa que a lo largo de la historia han pertenecido a diferentes estados: Handke, de Carintia, región austriaca lindante con Eslovenia, que recorrió caminando en la estupenda La repetición; Tokarczuk, de Sulechów, una pequeña ciudad polaca perteneciente a la antigua Silesia.
Entre el agotador ajetreo de la entrega del premio, habrán encontrado algunos momentos libres de obligaciones para hablar de temas afines. Como no son personas fácilmente sonrisueñas, quien los viera desde lejos tal vez pensara que debatían graves cuestiones políticas o sociales, pero quizá estarían hablando del sabor de una seta, del canto del mirlo o de los problemas de la piel.
Pero como los dos son grandes caminantes solitarios, sin ayuda de sherpas, es muy probable que hayan hablado del bosque, aunque en estas gélidas noches holmienses, en el climatizado palacio real, con sus perfectos aislamientos escandinavos, parezca muy lejana una cabaña de filósofo cubierta por la nieve en un bosque centroeuropeo. Tokarzcuk le habrá dicho que el bosque, en lugar de ser el espacio amedrentador de los cuentos infantiles, la guarida de los lobos y de las brujas, el ámbito de las pesadillas, para ella es un refugio, como lo es para Janina, la protagonista de su novela Sobre los huesos de los muertos: “un gigantesco y acogedor abismo en el que podía esconderme a pensar. Allí no tenía que ocultar la más problemática de mis dolencias: mi llanto”.
Y Handke le habrá contado que en su Ensayo sobre el loco de las setas describe a un amigo micólogo que invierte en libros lo que gana recolectando setas: abogado de profesión, se interna en el monte para preparar la defensa de sus clientes en los juicios y comprueba que allí dentro ve las pruebas con lucidez, le surgen con facilidad sus argumentos y “sus alegatos triunfaban, sus acusados, casi sin excepción, eran absueltos”. Es en el interior del bosque, aislado y en silencio, cubierto con un sombrero y una camisa vieja, donde mejor prepara sus futuras intervenciones con toga y birrete. Su pasión por las setas se debe a que, excepto los champiñones y algunas especies orientales, “eran lo único que crece en la tierra sin que haya modo de cultivarlo, sin que haya modo de civilizarlo, menos aún de domesticarlo; lo único que crece silvestre, salvaje, impermeable a la influencia de cualquier intervención humana.”
Mientras leía esas páginas, pensé que las setas son una metáfora perfecta para aludir a escritores como Handke y Tokarzuk, incultivables en ninguna academia ni escuela de letras, alejados de la seguridad de los invernaderos, de los surcos trillados de lo ortodoxo y de lo políticamente correcto, alimentados “de lo más profundo de la tierra”, unas veces carnosos (como “el narrador tierno” que reivindica Tokarczuk), otras alucinógenos, pero siempre de un aroma y sabor incomparables.
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