El renacimiento del son jarocho
Agrupaciones de Veracruz preservan una de las tradiciones musicales más complejas de la cultura de México. “Es una música en resistencia”, aseguran sus principales exponentes
Los rasgueos sincopados de la jarana son la clave que esperaba Nora Lara para subirse a la tarima y comenzar su taconeo. Yo no soy marinero, por ti seré, por ti seré, cantan Los Cojolites —una agrupación tradicional del Estado mexicano de Veracruz— mientras la mujer acompaña la música con el sonido de sus tacones, un tac, tac rítmico que marca el paso esta tarde de fandango en Jáltipan, empobrecida población localizada al sur del territorio veracruzano, que ve en la música un respiro a la violencia que la carcome. La bamba es la melodía que nos pone en el alma una alegría, ay, arriba y arriba. La bailarina del grupo da pequeños saltos en la madera, mientras con sus manos mueve la enagua marrón y sus hombros se contonean con sensualidad. Se deja llevar por la fanfarria que sale de las jaranas, las leonas y el requinto de las guitarras. Ay, arriba y arriba. Pareciera volar mientras baila el son jarocho, un género musical originario de Veracruz y que poco a poco reclama su lugar en la música mexicana.
Esta tarde no hay espacio para pensar en la violencia, aunque la noche anterior hubo disparos en el pueblo, aparentemente una refriega entre las bandas criminales que se disputan la zona. Lara sonríe mientras baila. Hace guiño a los rostros que reconoce entre la veintena de personas que sigue el ritmo con las palmas y los pies en la palapa. El ambiente es de festejo, un jolgorio de pueblo en una tarde fresca tras una tormenta que alivió el bochorno. Los Cojolites han organizado el fandango para preservar y difundir esta música, alguna vez reina de las fiestas veracruzanas. Las canciones se suceden y niñas y mujeres jóvenes ataviadas con tradicionales refajos de colores y blusas blancas con bordados de flores se turnan para bailar. Sonríen con una coquetería tímida. La música solo la tocan hombres.
Ricardo Perry (63 años) es director de Los Cojolites y del Centro de Documentación que desde hace décadas intenta mantener viva esta herencia musical, con talleres para los más jóvenes. El son jarocho —explica Perry— surgió hace tres siglos como una música clandestina, de esclavos, prohibida por las autoridades religiosas, que la consideraban lasciva, porque revolvía el cuerpo y la mente e incitaba a la lujuria. “El género surge con la unión de varias culturas: la española —que ya traía integrada la árabe—, la negra, que llegó de Cuba y la indígena. El pensamiento que mueve los versos del son jarocho es indígena”, comenta Perry. El son puede cantar el amor romántico y las penurias sentimentales, las preocupaciones que agobian a los habitantes de estos poblados, pero también sus alegrías, su afán por aferrarse a lo bueno de la vida. “Se fue haciendo tan indispensable que la primera mitad del siglo pasado era la única música que se tocaba. Las fiestas de mi niñez eran todavía con son jarocho, era parte de nosotros”, recuerda el músico.
En la época dorada del cine mexicano (principios de los años 30 hasta inicios de los 50) el son se popularizó y se volvió glamuroso, alejado de las palapas de palma donde se bailaba: se inventó toda una parafernalia para distinguirlo, como ya se había hecho con los mariachis y la tradición ranchera. A hombres y mujeres se les presentaba con vestimenta blanca —guayaberas y sombreros de cuatro pedradas ellos, níveas enaguas ellas— y los ritmos se hicieron más comerciales. La decadencia del cine mexicano sumió en el olvido el son jarocho. Luego llegó el auge minero a Veracruz y nuevos ritmos arribaron con los extranjeros que llegaron a abrir fábricas, minas, construir ferrocarriles. “Esta es una música en resistencia”, afirma Ramón Gutiérrez, integrante de Son de Madera, otra banda del género. “Ha estado desde siempre en las comunidades, en la vida de los campesinos”. Estos músicos llevan décadas trabajando para evitar la extinción del son jarocho. Agrupaciones como la suya, Mono Blanco, Los Cojolites, entre otras, le dieron un nuevo aliento al género.
Ricardo Perry vive en Jáltipan junto a los otros integrantes de su agrupación. La sede del centro es una casona en cuyas habitaciones se arrinconan cajas con documentos, libros, discos y casetes con centenares de videos musicales. Un valioso patrimonio rescatado después de que la vieja sede se desplomara con el terremoto del 7 de septiembre de 2017, que también dañó muchas casas y dejó fuertes afectaciones en siete pueblos de Veracruz y la vecina Oaxaca. Desde entonces, Perry ha comenzado una cruzada para reconstruirlo. Por el momento Los Cojolites duermen entre los documentos, en habitaciones secuestradas por la humedad donde se agrupan hasta tres camas, compartiendo el espacio y la intimidad también con una media docena de gatos y un cariñoso labrador llamado Dante. A pesar de la importancia del son jarocho en la tradición musical de Veracruz, se quejan de que no tienen apoyo de las autoridades municipales, estatales ni federales. “Hasta ahorita nadie [de las autoridades] se nos ha acercado”, afirma.
Ha sido una joven intérprete mexicana, Natalia Lafourcade, criada en Ciudad de Coatepec —localizada en el centro de Veracruz—, quien ha mostrado interés por apoyar a los músicos de Jáltipan, atraída por un son que resume la mezcla cultural veracruzana. “El son jarocho es vida, conexión espiritual, naturaleza”, comenta a EL PAÍS Lafourcade. “Desde los ritmos, los instrumentos, la interpretación te lleva hacia la libertad. Donde quiera que voy y lo escucho me hace sentir muy feliz, muy humana y conectada a lo que soy”.
La cantante ha organizado tres conciertos para apoyar a Los Cojolites: uno en Estados Unidos, otro en el Teatro Roberto Calderón de Ciudad de México y el último en el Auditorio Nacional de la capital mexicana, donde la noche del 4 de noviembre 10.000 personas asistieron al concierto bautizado Un canto por México. Lafourcade compartió el célebre escenario junto a Los Cojolites y una decena de invitados, entre ellos el uruguayo Jorge Drexler, la chilena Mon Laferte, el cantautor mexicano Pepe Aguilar y las bandas Café Tacvba y Panteón Rococó. El dinero recaudado —las cuentas de Perry apuntan a unos 2.000.000 de pesos, poco más de 100.000 dólares, aunque todavía no se conoce la cifra exacta—será destinado a la construcción del nuevo Centro de Documentación del Son Jarocho en Jáltipan, una moderna construcción de concreto y cristal que albergará bibliotecas y videotecas, centro cultural, aulas, talleres para la fabricación de las jaranas, restaurantes y las habitaciones de los integrantes de Los Cojolites. El costo podría superar los 11.000.000 de pesos (medio millón de dólares, aproximadamente) y la construcción comenzará en enero.
Conformada por siete músicos y la bailarina Nora Lara, esta agrupación se ha abierto puertas en la música internacional. Una de sus canciones, El Conejo, formó parte de la banda sonora de la película Frida, que ganó el Oscar en esta categoría en 2002. También han tenido dos nominaciones al Grammy, la primera en 2013 por su disco Sembrando Flores, y otra en 2015 con Zapateando. Además, la canción La gallinita pinta, que acompañaba al cortometraje mexicano animado Gina, se hizo con el galardón a la mejor banda sonora en los premios Pantalla de Cristal, un festival de cine de Ciudad de México.
Debido a este reconocimiento internacional, Los Cojolites han convertido a Jáltipan en algo así como La Meca del son jarocho, donde músicos reconocidos llegan en peregrinación para sumergirse en esta tradición musical. Entre ellos ha estado Zach de la Rocha, vocalista de la banda de rock alternativo Rage Against the Machine, quien tras pasar una temporada con Los Cojolites afirmó: “Lo que está pasando aquí es increíble. Es lo que me ha impedido terminar mi álbum. Estoy pensado: ‘¿qué hago yo con esta mierda de rock? No quiero ya saber de eso’. Aquí están construyendo importantes puentes musicales”. Los vecinos de Jáltipan cabalgan esta ola del son jarocho en la que ven un futuro turístico que reverdezca la comunidad. Lo animan con palmas y zapateados, tratando de que la tradición se arraigue desde la niñez bajo las palapas de palma.
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