El arte marginal se coloca en el centro de los grandes museos
La muestra de la romaní Ceija Stojka en el Reina Sofía confirma la revalorización de la pintura autodidacta, naíf o de enfermos mentales
En el blanco del ojo de Ceija Stojka (Kraubath an der Mur, 1933-Viena, 2013) uno puede asomarse a los abismos del horror. Las tétricas alambradas de espino, las chimeneas escupiendo su humo negro, el cuervo que vaticina el peor de los augurios. Ese mismo ojo ha quedado reflejado en una de las pinturas de la artista, que también se intentó sacudir el dolor por medio de largos textos autobiográficos en los que describió el paso de una vida nómada y feliz a una existencia encadenada de torturas. Nacida en una familia romaní, Stojka vivió para contar el terror nazi. De un clan de 200 miembros, solo ella, su madre y cuatro de sus cinco hermanos lograron zafar milagrosamente el exterminio. El testimonio de esta creadora, el escrito y el representado en cuadros de factura enérgica, sobrecogedora, ha resultado sustancial para la posterior revisión del Holocausto más allá del pueblo judío.
La obra de Stojka se percibe hoy como canónica a pesar de que ella nunca recibió formación alguna. No tuvo maestros, ni mecenas, ni una carrera en el sentido más solemne del término: cuando empezó a pintar tenía ya 56 años y había criado a tres hijos. Sus primeros pinceles fueron sus dedos desnudos. Sus propias intuiciones, su guía. Antes situado en el anverso de esa brumosa noción de “cultura oficial”, el trabajo de la artista gitana se celebra ahora con los mayores honores: el Museo Reina Sofía presenta su primera retrospectiva en España, Esto ha pasado, que permanecerá abierta entre el 22 de noviembre y el 23 de marzo de 2020.
Stojka, que pasó por los campos de Auschwitz-Birkenau, Ravensbrück y Bergen-Belsen, no es la única artista marginal que se ha abierto hueco en los circuitos del mainstream. La Casa Encendida (LCE) de Madrid acoge hasta el 5 de enero de 2020 El ojo eléctrico, una colectiva comisariada por Antonia Gaeta y Pilar Soler que reúne obras de 41 de esos llamados pintores outsider desde principios del siglo XX hasta nuestros días: enfermos mentales, espiritistas, iluminados y solitarios instruidos por sí mismos que, en su radical diferencia, comparten imaginarios que abarcan auténticas cosmogonías, mundos maravillosos plagados de elementos mágicos y reveladores. “El de arte marginal es un término que podía tener sentido en su momento, pero ahora estoy en contra de su uso”, dice Soler, que sitúa el momento de plena integración de estos creadores en la Bienal de Venecia de 2013, donde se expusieron piezas de Guo Fengyi, Anna Zemánková, Augustin Lesage y Eugene Von Bruenchenhein, todos presentes en la exposición de LCE, donde también despuntan nombres como el del hoy reconocido pintor suizo Adolf Wölfli.
“Los intelectuales ya comenzaron a interesarse por estos artistas a mediados del siglo XIX, en una época en la que había una crisis del racionalismo”, abunda la comisaria Soler, que elucubra sobre el retorno a las mismas razones para explicar la renovada atención por estos artistas. Hans Prinzhorn, psiquiatra alemán, publicó en 1922 Expresiones de la locura: el arte de los enfermos mentales, una recopilación de pinturas de pacientes que fascinó a la vanguardia de Eluard, Picasso y Klee. En 1945, después de que Hitler presentara su exposición de Arte degenerado con piezas de “lunáticos” (su intención era propagar su idea de decadencia moral), el francés Jean Dubuffet acuñó el término de Art Brut para referirse a la plástica pergeñada por los locos. La designación se amplió después con la noción de lo “marginal” o “outsider” a otro tipo de creadores exóticos o naíf, que en España encuentra a uno de sus máximos exponentes en la figura de la campesina y pitonisa catalana Josefa Tolrá (1880-1959), cuya pintura esotérica y clarividente, que en su momento atrajo poderosamente la atención de los artistas de Dau al set, se conserva hoy en museos como el MACBA o el Reina Sofía.
“Dubuffet demuestra que hay otras miradas más allá de lo europeo y de lo normativo: también están los niños, los marginados, incluso las mujeres, cuestiones que a día de hoy se han ampliado a unas visiones poscoloniales más abiertas, que tienen en cuenta las minorías raciales”, ilustra José Miguel García Cortés, director del IVAM de Valencia, que hasta el 16 de febrero de 2020 exhibe una selección de piezas del escultor y pintor francés bajo el título de Un bárbaro en Europa. Como Soler, García Cortés insiste en que hablar de arte brut o marginal en nuestro tiempo carece del sentido que un día tuvo. “El arte no tiene que estar en un cajón”, sentencia. “Me resisto a poner etiquetas”. La pregunta sobre la legitimidad y la creciente desafección por tal clasificación ya se la hacía Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, en la presentación en 2010 –por primera vez en un museo de arte contemporáneo– de una antológica del jornalero mexicano Martín Ramírez (Tepatitlán, 1895-Auburn, 1963), autodidacta recluido buena parte de su vida en sanatorios estadounidenses. “¿Qué giros teóricos y conceptuales provocará la presentación de la obra en este marco? ¿Se comprende mejor su arte en relación con canales subterráneos que –excepcionalmente– se han convertido, para esta institución, en relatos principales destinados a contestar lo dominante?”.
Artistas como los que conforman Debajo del sombrero, un colectivo integrado por personas con discapacidad intelectual, reafirman en la actualidad el cierre de la brecha entre los espacios creativos que antaño delimitaron el centro y la periferia. Andrés Fernández, uno de los componentes del grupo, expone estos días su trabajo en la colectiva (D)escribir el mundo. Aproximaciones a lenguaje y conocimiento, abierta hasta el 12 de febrero de 2020 en el MUSAC de León. “Los márgenes son siempre muy difusos, no hay una frontera clara”, apunta el director de la institución y comisario de la muestra, Manuel Olveira, quien también subraya que rehúsa recurrir al prejuicio de “las categorías”.
“Gente como Fernández o [la poeta] Mareva Mayo están en el MUSAC porque son artistas. Su trabajo es bueno: nace de un mundo interior que les empuja, y que ellos ejecutan con altas dosis de libertad, sin sujetarse a reglas”, remata Olveira. Si ese impulso creativo desligado de las tendencias se mantiene como una de las pocas cualidades que sigue marcando la diferencia de estos creadores, otra podría ser una cierta desconexión del mercado: mientras algunos de los nombres históricos forman ya parte integral del entramado económico de la industria (como dice Soler, Adolf Wölfi es ya “un tótem”), otros modernos, como Fernández, “aunque no son amateurs, no tienen una carrera profesionalizada”. “Algunas de estas personas no tienen interés ni probablemente consciencia de que hacen arte”, resume el director del MUSAC. “Pero eso hace que tengan unas dosis de verdad muy potentes”.
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