El recuento de los corderos
La notabilísima imagen de la película lo que provoca es un decepcionante contraste con la vacua pomposidad de la historia
El cine español va por oleadas, y la inclinación de los últimos años por el thriller parece haber acabado recuperando el gusto por la intriga con asesino en serie de ínfulas artísticas en su concepción del crimen. Después de años sin ejemplares de este corte, la semana pasada se estrenó El asesino de los caprichos y hoy El silencio de la ciudad blanca, quizá por la creciente influencia de los seriales televisivos y por el continuado éxito de cierta literatura de aeropuerto. Se van a solapar entre ellas y, para rizar el rizo, Aura Garrido interpreta dos papeles casi iguales en ambas: el de subcomisaria de tortuoso pasado. Una locura.
EL SILENCIO DE LA CIUDAD BLANCA
Dirección: Daniel Calparsoro.
Intérpretes: Belén Rueda, Javier Rey, Manolo Solo, Aura Garrido.
Género: thriller. España, 2019.
Duración: 110 minutos.
La frase que abre la novela de Eva García Sáenz de Urturi El silencio de la ciudad blanca, vendidísima, “más de un millón de lectores”, clama la solapa, no lleva a engaño. Es de Rust Cohle, el personaje de Matthew McConaughey en True Detective. No de Ambrose Bierce, H. P. Lovecraft o Robert W. Chambers, referentes literarios de la magnífica primera temporada de la serie estadounidense; viene directamente de su protagonista. Y esa es la gran semilla de la novela de Sáenz de Urturi: el audiovisual contemporáneo. Hasta despojarlo de cualquier fondo con cierta trascendencia, y quedándose únicamente en la parafernalia criminal, en los fuegos de artificio de la sistemática. También con eso tan de moda de la historia y el arte como materias virtuosas, y demasiadas veces ridículas, con las que envolver una intriga de ademanes contemporáneos.
Daniel Calparsoro, director encargado de ilustrar el relato de la escritora vitoriana, adaptado por Roger Danès y Alfred Pérez Fargas, autores de la muy discreta El fotógrafo de Mauthausen, hace lo de siempre y como bien sabe: ofrecer un estupendo empaque al material que le han ofrecido, filmar con brío y gusto, dotar a cada secuencia de una luz y unos encuadres elegantes, rodar las secuencias de acción con espectacularidad, y aprovechar a la perfección los preciosos escenarios que ofrece Vitoria, incluidas las fiestas populares y las procesiones. Pero, paradójicamente, esta vez la notabilísima imagen de la película lo que provoca es un decepcionante contraste con la vacua pomposidad de la historia, con el capricho de sus soluciones argumentales, con lo incluso risible de algunos personajes y situaciones (el de Pedro Casablanc, los gemelos, el hashtag #Kraken).
Beber de la fuente de El silencio de los corderos es, más que un seguro de vida, un pasaporte hacia la autodestrucción. En las comparaciones siempre se saldrá perdiendo y la sensación de ya vista estará al acecho. Y aquí entresacan lo banal (la condición de runners de los comisarios encargados del caso, pálidos reflejos hasta en estilo atlético del personaje de Jodie Foster); lo circunstancial (abejas en lugar de polillas en las gargantas de los cuerpos); lo esencial (entrevistas en la cárcel con un criminal demente y brillante, encargado de ayudar a la policía en la resolución del caso); y hasta lo estructural (se da a conocer el rostro y la identidad del asesino en el mismo instante, hacia el minuto 40). Y así, pese a la calidad general de la producción y la puesta en escena, no hay manera de dejar de contar corderos durante todo el metraje.
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