¿Qué nos dicen las ‘fangirls’?
Para unos, representan una fase histérica. Para otros, una oportunidad para el empoderamiento
Sabemos que Twitter no es la realidad pero sospecho que sí revela parte de nuestra realidad. Cada poco, exploro sus Tendencias en España. Se aprende: una vez que prescindes de los mensajes sobre fútbol, política y televisión, te encuentras con avalanchas de tuits con acrónimos misteriosos. Solo cuando pinchas allí descubres que son obra de fans, que anuncian novedades de triunfitos, grupos de K-pop y esas solistas made in USA que cantan y bailan simultáneamente.
Fuera de su bucle, nada sabemos de estas subculturas. Cuando el grupo o el/la solista en cuestión actúa por España, las televisiones acuden como moscas a las colas que se forman unos días antes. Las chicas declaran su amor y cantan algún éxito, las madres presentes presumen de mártires… y nos quedamos sin saber cómo se organizan o cómo resuelven, ya me entienden, sus necesidades básicas.
Lo que impresiona es la movilización. Los actuales fans de Beyoncé, Rihanna, Ariana Grande o Billie Eilish funcionan como cuerpos disciplinados, que se sincronizan para publicitar lanzamientos, giras, vídeos (y logran convertirlos en Tendencias). Siempre me pregunto cuánto hay de espontáneo y cuánto de teledirigido en esas campañas. Pero no voy a investigar: las fanaticadas, como dicen en Hispanoamérica, tienen la habilidad para transformarse instantáneamente en tropas de choque. Entienden cualquier crítica a “su” artista como una agresión personal y pueden ejercer una extraordinaria violencia verbal. Son capaces de subir un escalón e iniciar boicoteos o acciones legales: un puñado de admiradores de Michael Jackson se han unido para demandar a los protagonistas del documental Leaving Neverland; lo han hecho en Francia, donde se considera un delito difamar a los difuntos.
Las fans (en femenino) han tenido mala fama. Suelen ser reivindicadas con argumentos economicistas, como el hecho de que constituyeran el núcleo duro del público inicial de Sinatra o los Beatles. Aquí detecto un fallo de perspectiva histórica: solo se consigue cierta inmortalidad cuando esa fascinación inicial se hace general, es decir, cuando se contagia al sector masculino. Eso explica que nadie se acuerde de Rodolfo Valentino y sí de James Dean. Igual con Frankie Avalon y Elvis Presley.
Los estudios culturales se han ocupado mucho del asunto, a partir de la irrupción de figuras sexualmente rompedoras como Bowie o Madonna. Sabemos que el fandom ayuda a socializar, teje comunidades durante unas edades particularmente agobiantes. Personas que no tienen voz pueden desarrollar actividades creativas o, por lo menos, adquirir el hábito de la participación. En algunos casos —esos Little Monsters que se congregan alrededor de Lady Gaga— hasta funcionan como redes de apoyo mutuo.
Es un proceso que facilita el empoderamiento, que se traduce en un vigoroso sentimiento de propiedad. Hasta extremos insospechados: en el terreno del audiovisual, incluso asustan a las productoras cuando sus lanzamientos decepcionan, sean entregas de La guerra de las galaxias o la temporada final de Juego de tronos. Las empresas tienen equipos de fan outreach, bomberos preparados para apagar los fuegos de cualquier rebelión en las praderas de Internet. De fondo, un miedo al fan enloquecido, el troll que irrumpe en la vida real. Un acosador o algo peor. ¿Recuerdan a Mark David Chapman?
Babelia
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