Un artista con dos almas
Juan Navarro Baldeweg ha aprendido a entrar y a salir de la conciencia entre la racionalidad de la arquitectura y la convulsión de la pintura
Mientras traza enérgicamente con el pincel dos líneas paralelas en un lienzo de arriba abajo, el sol de una mañana de otoño, filtrada por las hojas amarillas del jardín, entra por el ventanal del estudio y el pintor dice: “Cuando uno se adentra en el caos de la creación, donde todo es posible, una de las cosas mágicas de la pintura es que un problema de la parte superior del cuadro lo resuelves en la parte inferior. En este sentido, en pintura puede suceder un milagro; en cambio, en arquitectura a lo sumo surge una sorpresa”.
Se trata de Juan Navarro Baldeweg, un artista con dos almas, una cántabra y montañosa cedida a la arquitectura y otra mediterránea, que traslada a sus lienzos una luz de Matisse, como pintor, adquirida en el valle de Xaló, de la Marina Alta. Como en sus cuadros, un problema estético de geometría planteado en el norte, en el Santander de su origen, con una solución hallada en el sur.
¿Dónde arraigó la semilla del arte? Tal vez aquella tarde en que siendo un niño de cuatro años se adentró en un bosque de Cantabria a buscar piñas, bellotas y pequeños bastones para crear algunos juguetes cuando, de pronto, llegó la oscuridad y se sintió perdido. El pánico se produce cuando la naturaleza movida por el dios Pan, se convierte en el Todo, que se apodera de tu alma y la destruye. La conciencia del niño quedó diluida hasta que oyó un grito con su nombre: ¡Juan! En ese momento recuperó la individualidad. Desde entonces, Juan Navarro Baldeweg ha aprendido a entrar y a salir de la conciencia entre la racionalidad de la arquitectura y la convulsión de la pintura. Aquella fusión infantil de sentirse el cuerpo como parte de los árboles se quebró de repente y de esta fractura surgió el concepto del tiempo y del espacio, por donde el yo se diluye hasta convertirse en una sola sensación.
Dice Navarro Baldeweg que su pasión por la naturaleza, que lo hizo arquitecto, proviene de su madre alemana, hija de un ingeniero forestal cuya infancia y juventud se diluyó entre los bosques de Brandeburgo. Recuerda a su madre feliz pescando en los ríos, perdiéndose por los senderos hasta los 80 años. De ahí le viene al artista su aprecio por la tierra, por la materia. La arquitectura es el arte de inmiscuir el cuerpo en todo lo circundante. Es la única entre las bellas artes en que uno entra y sale de ella, la vive, la duerme, la sueña, la siente como refugio, la amasa con las necesidades ordinarias de cada día. Este espíritu zen entre el arte y la vida se refleja en la personalidad de Navarro Baldeweg, que incluso ha dotado de un aire de maestro japonés a su rostro, a su voz, a su mirada.
Como arquitecto ha alcanzado reconocimiento internacional y ha conseguido galardones importantes, entre ellos el premio Nacional de Arquitectura; como profesor ha impartido enseñanza en las más prestigiosas universidades de Europa y de Estados Unidos, pero aquí no se trata de relatar una lista de sus méritos, sino de buscar ese punto inmaterial que lo distingue y hace diferente de los demás.
Alto, elegante, melancólico, tímido, pausado, con un tono susurrante en la voz, Navarro Baldeweg posee una serenidad corporal, que a medida que se relaja comienza a soltar amarras y a deshacer nudos para bajar a las pasiones de cada día. El espíritu de este artista se manifiesta en esas improntas irracionales de la mano que llama garabatos y a través de las pequeñas instalaciones que crea como escultor. En ellas, la ecuación del tiempo y del espacio está sometida a una unidad taoísta casi musical. Son juegos a medio camino entre el alma y la materia, que arraigan tal vez en aquellos artilugios fabricados con piñas y bellotas extraídas desde la conciencia perdida en los bosques de Cantabria.
En su creación de la Casa de la Lluvia, vivienda en el Alto de Hermosa , de 1979-1982, en Cantabria, su primer trabajo, como arquitecto, que le dio fama, está el germen de toda su filosofía. De hecho, la casa se sustenta en el verde de las colinas que se introduce por las ventanas y en ella la materia se confunde con la luz y la música con el cristal.
Dos almas, una hecha de pesos y medidas, en el jardín de la geometría. En arquitectura busca la simetría como la armonía de un péndulo zen, pero este equilibrio se rompe con la espontaneidad del mediodía, donde imprime en sus cuadros, como pintor, los rosas calcáreos del macizo del Montgó, los azules mediterráneos, el amarillo de la sequía, el humo dorado que procede de la dormición del sol en las calmas de enero de la Marina Alta. Esa doble alma va de los jugosos verdes de Cantabria hasta los almendros, los olivos, viñedos de moscatel y cipreses casi toscanos del valle de Xaló bajo una luz de harina que ciega los ojos, llena de gritos que le llaman por su nombre.
Babelia
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