Subir a la Tierra desde la Luna
Subir a la Tierra desde la Luna fue más arriesgado y emotivo que subir a la Luna desde la base de Cabo Cañaveral
¿Dónde estaba usted aquella noche cuando Neil Armstrong pisó la luna? El pintor Cristóbal Toral podría responder que aquel 20 de julio de 1969, hoy hace 50 años, salió a la calle vestido de astronauta para celebrar semejante hazaña. Sin duda ya sabía que para un artista conquistar el azaroso espacio de los medios es como subir a las esferas siderales.
En aquel tiempo el pintor, todavía agreste, venía precedido de cierta leyenda literaria de joven garduño criado en una choza del cortijo Las Lomas, cerca de Antequera, de familia de carboneros, que recuerda a la película Los santos inocentes. Allí de niño en medio del campo había comenzado a dibujar a su aire antes de que aprendiera a leer. Por aquel paraje perdido pasaron unos señoritos cazadores y al entrar en su choza para pedir un poco agua se sorprendieron al ver muchos lápices de colores y cuadernos llenos de dibujos ejecutados con extraordinaria destreza por el hijo del carbonero. Ese chico tendría que estudiar, dijo uno de aquellos señoritos. Tal vez un día podría ser un artista. Y así empezó todo.
Pero el verdadero aprendizaje de este joven artista en ciernes no estaba en su propia e innata habilidad para el dibujo. No se puede entender la obra de Cristóbal Toral sin descubrir en ella toda la experiencia de las noches estrelladas, de los vientos en las copas de las encinas, de los gritos nocturnos de las alimañas, de las tormentas bravas, del frío inhóspito, del sol aplastante, de todas las sensaciones de una naturaleza salvaje transferidas a la sensibilidad del niño que vive a ras de la miseria, de forma muy pura, sin más cultura que el caballo de la imaginación que le impulsa a la fuga ingenua, poética y sagaz para salvarse de la soledad. Esta es la primera capa invisible de pintura que Toral imprime en su obra y también la que constituye su carácter.
En la vida de un adolescente hay un hecho decisivo que viene marcado por el día en que estrena la primera maleta, mete en ella el equipaje y se dispone a enfrentarse al destino. Se trata de un rito de iniciación. Toda la obra de Cristóbal Toral está impregnada por una sensación de fuga de aquella ruda realidad que le tenía atrapado en la niñez. Parece que su primera liberación fue aquel día que con una primera maleta de cartón dejó su mundo atrás camino de Antequera donde al pie de un polvoriento autobús le esperaba el futuro.
En cualquier aeropuerto se produce todos los días la misma escena. En la sala de recogida de equipajes al final de un vuelo las cintas comienzan a vomitar maletas dando tumbos y los pasajeros sienten cierta ansiedad por si la suya no aparece. Ahí está, el viajero la reconoce y la retira, pero cuando la cinta se detiene siempre queda una maleta solitaria que nadie reclama. Es la maleta perdida. Puede haber dado varias vueltas al mundo y dentro de ella van todos los sueños también perdidos. Cristóbal Toral ha convertido la maleta extraviada en un icono, la ha multiplicado por varios cientos, las ha amontonado, aunque siempre sea la misma, y las ha echado todas a volar por el espacio o la deja una al pie de una cama donde una mujer sueña dormida. A cada maleta de Toral le espera una estela de cometa.
Una beca de la Fundación Juan March permitió a este pintor dar el salto a Nueva York en el otoño de 1969. Hacía poco más de dos meses que los astronautas habían regresado de la Luna. "Una de las primeras cosas que hice, sin tener siquiera el estudio organizado para pintar, fue llamar a nuestro embajador en Washington, don Jaime Argüelles, para expresarle mi deseo de conocer a un astronauta. El embajador me hizo saber que ese encargo era difícil. Insistí. Sorprendentemente a los pocos días me llamó para decirme que Michael Collins iría a la embajada para que yo le conociera y pudiéramos hablar. El embajador organizó una cena para este encuentro. Michael Collins vino acompañado por el señor Chollinor, director del Museo de la NASA en Washington. Collins estuvo muy cordial durante la cena, me sorprendió su sencillez y su buena disposición a contar los detalles del heroico viaje. De lo mucho que hablamos quiero resaltar su respuesta a mi pregunta sobre cuál fue el momento más emotivo de su extraordinaria aventura. Michael Collins me confesó: 'Cuando estaba en el módulo de mando orbitando la Luna, que la veía a un tiro de piedra, y al mismo tiempo observaba desde mi habitáculo el planeta Tierra en el espacio, pequeño como cuando vemos desde aquí la Luna, pensaba en mi situación. Tenía la misión de recoger a mis compañeros Armstrong y Aldrin y llevarlos a la bolita Tierra que aparecía tan lejana en el cosmos...'. Esa emotiva descripción de Collins en aquellos momentos de soledad en el espacio me ha hecho reflexionar y he llegado a una conclusión: volver a la Tierra, o subir a la Tierra desde la Luna fue más arriesgado y emotivo que subir a la Luna desde la base de Cabo Cañaveral".
Babelia
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